Iban cogidos de la mano. La niebla
era densa. Se oían voces que le cantaban al recién nacido.
Transitaban por una calle solitaria que les llevaría hasta
el centro de la ciudad. Un vagabundo tiritaba de frío,
tendido en el escalón de una casapuerta, debido a una
borrachera de anís.
El hombre caminaba en silencio
mientras el niño trataba de darle ánimos. Los dos se habían
quedado solos apenas hacía un mes. Era la primera Nochebuena
que iban a pasar sin ella. Una pérdida esperada, durante
casi dos años, pero que cuando se produjo desequilibró al
marido.
El cual no comprendía cómo era
posible el cambio que se había operado en su hijo. Ocurrió
que de repente éste se hizo mayor. Tenía apenas once años y,
sin embargo, parecía tener veinte. Hablaba como un adulto y
razonaba de manera que sus palabras causaban a la par
sorpresa y bienestar en el padre.
Cuando pasaban ante la puerta de
la iglesia mayor del pueblo, el padre sintió deseos de
entrar. Estaba vacía. Pues aún faltaban dos horas para que
se celebrara la Misa del Gallo. La última vez que había
estado en la iglesia fue para pedir por la recuperación de
su mujer.
Recorrieron una de las naves del
templo para postrarse ante la capilla del Nazareno. El padre
comenzó reprochándole a la imagen el poco caso que le había
hecho a sus súplicas, durante la enfermedad de su mujer.
Poco a poco fue subiendo el tono de su voz hasta acabar
peleándose abiertamente con el Cristo. Ante la mirada
condescendiente del niño y el silencio sepulcral de éste.
Salieron a la calle. Y continuaron
caminando hacia donde la gente ya cantaba al Niño-Dios y se
aprestaban a coger la borrachera de la imbecilidad. Más bien
con ánimos de olvidar los años oscuros de aquella década
maldita de la posguerra. Tomaron chocolate con churros sin
dejar de mirar hacia la mesa que ella, otros años, había
elegido para presenciar mejor la fiesta callejera.
A partir de entonces, en cuanto se
presentaba la ocasión, el padre no dudaba nunca de airear su
aversión hacia cuanto había creído. Jamás hubo en él el
menor indicio de acercamiento a un Cristo por el cual había
sentido siempre una enorme predilección y en el que había
depositado su fe desde que sus padres le enseñaran a
venerarlo.
Es más, ni siquiera le importó que
su hijo no fuera a misa los domingos. Incluso se enfrentó a
los profesores de éste cuando le dieron las quejas porque el
niño faltaba a todos los actos religiosos, y que estaba
obligado a asistir para no quebrantar la disciplina del
colegio. Pasaron algunos años. Y el hombre cayó enfermo. En
los últimos días de su vida, el hijo estuvo siempre a su
vera. Cuidando de él. Procurando por todos los medios
consolarle. Y respetando, por encima de todo, el que su
padre no se acordara de su Nazareno ni siquiera en los
momentos finales.
Una tarde, en la que el enfermo
había experimentado una ligerísima mejoría, se dirigió al
hijo para decirle que si no se había dado cuenta de lo
habitual que había sido verle con la mano derecha metida en
el bolsillo de su pantalón. Y le confesó que en ese bolsillo
estuvo siempre un crucifijo al que se asía a cada paso. El
crucifijo lo heredó el hijo. Pero éste, que aún sigue
teniendo tantísimas dudas, nunca se ha atrevido a pedirle
nada.
|