Las raíces de la diversidad
germinan de la propia vida. No tenemos más remedio que
acoger la pluralidad. Cada uno es como es y en su fuero
interno odia la uniformidad, que es la muerte. Todos juntos
somos la familia humana. Por separado no somos nada. Por eso
es tan importante la conciliación y reconciliación entre
personas. La apuesta de Benedicto XVI, fomentando espacios
de diálogo y encuentro con los agnósticos y ateos, me parece
fundamental. Las religiones y las culturas deben propiciar
acercamientos. Es una buena manera de proteger la humanidad
y de celebrar la diferencia. Todos diferentes pero todos
precisos. De igual modo, los reinos vegetales y animales.
Por desgracia, también la mano del
hombre ha causado estragos en los últimos tiempos en la
diversidad biológica. Las especies se extinguen a un ritmo
sin precedentes. La falta de protección a la biodiversidad
como al propio ser humano debe corregirse, antes hoy que
mañana. Vivimos en un momento de riesgo. Hemos aprendido a
dominar la naturaleza antes que a dominarnos a nosotros
mismos. El mundo de la civilización aún no ha suprimido la
barbarie de matar a sus semejantes. Tenemos que interesarnos
por la humanidad y por la vida. Es la gran asignatura
pendiente. Se mire como se mire, las guerras son fracasos
del ser humano contra sí.
Hay diversidad de mundos dentro
del mundo, diversidad de pensamientos y costumbres; pero es
la misma vida la que nos vive y la misma humanidad la que
nos hace humanos. Acoger humanamente, con actitud de
generosidad responsable a cualquier persona, debiera ser un
signo de estos tiempos. Sin embargo, nada más lejos de la
realidad. Cada día, de hecho, a través de los medios de
comunicación, nos enteramos que el mal avanza, es repetido
hasta la saciedad con amplificadoras páginas de sucesos,
acostumbrándonos a las cosas más horribles, haciéndonos
insensibles y, en cierto sentido, envenenándonos, con el
consiguiente peligro de deshumanización.
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