Nos caímos bien desde que un día
nos presentaron en Piscinas Sevilla. Hizo de maestro de
ceremonias Ángel Alfaro Torres, conocido por “Pepe
Alfaro” -también fallecido hace dos años-, que acababa
de incorporarse al Sevilla como técnico. Y a quien yo
conocía debido a mi deambular por los banquillos de los
campos andaluces. Corría el último años de los ‘felices
sesenta’.
Recuerdo que se quedó a observar cómo dirigía yo un
entrenamiento de la plantilla del Écija, en uno de los
campos del ya citado recinto, porque habíamos acordado tomar
luego un piscolabis como excusa para seguir charlando de
fútbol. Cosa rara en él, pues tenía entendido que Manolo
Ruiz Sosa siempre se había mostrado reacio a hablar de
los entresijos del fútbol con cualquiera, así por las
buenas. Pero Alfaro, que siempre me distinguió con su
amistad, me puso al tanto de que Manolito estaba muy
interesado en saber si yo chamullaba de la cosa.
Así que nada más terminar mi trabajo, acudí presto a
reunirme con ellos y estuvimos un par de horas hablando de
nuestra pasión: el deporte rey. Eso sí, bien pronto expuse
en la reunión los grandes recuerdos que de él tenía yo como
futbolista. Y saqué a relucir aquella final de la Copa del
Generalísimo frente al Madrid, en el Bernabéu. Donde errores
de Mut y Maraver dieron a Puskas la
oportunidad de empatar el partido y luego llegó la derrota
de un Sevilla que había acorralado a los madridistas,
gracias a la enorme labor de Ruiz Sosa- Achucarro.
Le conté también el día que tuve la suerte de verle jugar
con el Coria en el viejo campo de Dato, en El Puerto de
Santa María, allá en 1955. Y me rebatió ese hecho, con esa
manera suya tan peculiar que tenía de no estar de acuerdo
con algo. Pero yo insistí, aportando la prueba: fuiste
además agredido por un jugador veterano, llamado Maiño
y que era de Cádiz. Y saltó como impulsado por un resorte:
“¡Ah, Maiño fue siempre un gran amigo mío!”.
Le dije que no pensara que trataba de regalarle el oído si
le decía que nunca antes que a él había yo visto jugar de
manera tan excelente en el medio campo. Porque él, el Ruiz
Sosa de sus mejores años, tenía todas las cualidades para
brillar en la zona vital del terreno de juego. No se
arrugaba nunca; marcaba impecablemente; era resistente hasta
agotar a los que le veíamos correr; lucía una técnica
estupenda y hasta se gustaba en cada lance del juego. Verle
manejar el partido, incluso sacando de banda, era una forma
de descubrir en él ya sus conocimientos del juego, que luego
acabaría poniendo en práctica como entrenador.
Una etapa en la cual lo tuve enfrente muchas veces. Ora
cuando entrenaba al Alcoyano; ora al Jaén; ya en el Granada;
ya en el Algeciras; ya en el Linares o bien en el Córdoba. Y
en todos esos encuentros, durante varias temporadas, antes
de luchar denodadamente por la victoria, procurábamos vernos
en el hotel para pasar un rato dialogando.
Recuerdo siempre las palabras que Manolo Ruiz Sosa me
dedicaba siempre: “Si yo me supiera expresar como tú,
seguramente habría entrenado en Primera División toda mi
vida”. Y yo le respondía: Manolito, mira, si yo hubiera
jugado tan bien como tú y en equipos tan grandes, no te
quepa la menor duda de que sería ya entrenador del Sevilla.
Su muerte me deja sin un gran amigo.
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