Cuando se habla de fundamentalismo
religioso, conviene mirar hacia atrás para cerciorarse de
cómo la Iglesia ha ido evolucionando a fin de situarse en
posiciones más acordes con los tiempos que corren. Logros
conseguidos por los católicos, todo hay que decirlo, tras
enormes esfuerzos para vencer la resistencia numantina de la
política de los gobernantes eclesiásticos de los cristianos,
sobre todo en cuanto concierne al sexo.
La casta severidad de los padres de la Iglesia en todo lo
relacionado con el trato entre uno y otro sexo procedía de
un principio: “El aborrecimiento hacia cualquier placer que
pudiera gratificar la naturaleza sensual y degradar la
naturaleza espiritual del hombre”. La de veces que habremos
oído decir que si Adán hubiera mantenido la
obediencia al Creador, habría vivido para siempre en un
estado de pureza virginal y algún inofensivo modo de
vegetación habría poblado el paraíso con una raza de seres
inocentes e inmortales.
En la Iglesia primitiva, el uso del matrimonio se aceptaba
como un recurso necesario para mantener la especie humana y
como restricción, si bien imperfecta, de la natural
licenciosidad del deseo. Pero aquellos hombres, ortodoxos
por los cuatro costados, se resistían a aprobar una
institución que se veían obligados a tolerar. De modo que la
asaeteaban con estrictas aplicaciones morales.
De ahí que la enumeración de las caprichosas leyes que
impusieron con gran detalle al lecho matrimonial harían
sonreír, sin duda, a los jóvenes y sonrojar a las damas. De
ahí nace que un primer matrimonio resultaba adecuado para
todos los fines naturales y sociales. Y el vínculo sexual se
depuró hasta asimilarlo a la unión mística de Cristo con la
Iglesia, y se declaró su indisolubilidad frente al divorcio
o la muerte.
Por lo tanto, la práctica de unas segundas nupcias se
condenó con el nombre de adulterio legal, y los culpables de
tan escandalosa ofensa contra la pureza cristiana pronto
quedaron excluidos de los honores e incluso de los brazos,
de la Iglesia. Tratado el deseo como un crimen y tolerado el
matrimonio como una imperfección, según he leído infinidad
de veces, resultaba coherente con estos principios
considerar el celibato como el estado más próximo a la
perfección divina.
Me imagino, pues, que en aquellos entonces habría ya alguien
diciendo también que la castidad es la más innatural de las
perversiones sexuales. O cualquier otro tipo parecido a
Woody Allen, que se hubiera preguntado lo siguiente: ¿Es
sucio el sexo? Y se hubiera respondido: Sólo si se practica
correctamente.
En fin, que otra vez vuelve a resonar con fuerza, por parte
de los padres de la Iglesia y debido al debate sobre cuanto
acontece alrededor del aborto, los mensajes retrógrados de
alcoba. Cuando el manoseado sexo, como la muerte, debería
ser un tema privado y bendecido a lo grande cuando sus
resultados consigan, además, que por medio de él alcancen
las parejas el amor.
Porque yo soy de los convencidos de que lo que abre las
puertas del amor es el deseo sexual y no al revés. Eso sí,
respeto todas las opiniones contrarias. Faltaría más. Pero
lo que me parece absurdo es que se vuelva a hablar del deseo
sexual como la causa de todos nuestros males. Y me pregunto:
¿qué sería de nosotros sin el buen yantar ni el bien folgar?
|