Con esto de hablar tanto de la
celebración de una de nuestras principales tradiciones, como
es la navidad, me viene a la memoria un hecho real acaecido
por aquellas fechas en nuestra tierra.
Una tierra que, en aquellos tiempos, los bares acostumbraban
a poner mesas y sillas, como si de unas terrazas se trataran
en las aceras a donde estaban situado sus locales. Tan era
así que, en ocasiones, se tenía que bajar usted de la acera,
para no molestar al personal sentado en esas terrazas.
En esas terrazas acostumbraban a sentarse y tomar su café o
su refresco “la creme de la creme” de la sociedad ceutí.
Servidos por supuesto, qué menos, por camareros
perfectamente ataviados con pantalón negro, chaqueta blanca
y su correspondiente pajarita.
Estos camareros servían los cafés portando dos cafeteras,
una con café y la otra con leche y, por supuesto, siempre a
lo que el cliente quería que le sirviese. Una vez con más
leche, otra con menos y en ocasiones para los muy cafeteros,
café sólo.
Pero esta tierra ha tenido una idiosincrasia especial, en la
que sus personajes aparentaban, en la mayoría de las
ocasiones, lo que no era. Y así, muchos que tenían el
estómago haciéndole más ruido que un acordeón, en vez de
echarle algo para acallar esos ruidos se sentaban, en el
Vicentino, para tomarse un café y, de esa forma, dar a
entender que pertenecían a la clase elegida, con capacidad
de mirar a los pobres por encima del hombro. ¡Anda que no
“planchaba” nada sentarse, en la terraza del Vicentino a
tomar un café!.
Acababa de llegar a mí tierra e iba paseando con mí padre
cuando, dejándome llevar por esa rebeldía que me ha
cateterizado siempre, le dije “Papá vamos a sentarnos a
tomar un café en el Vicentino”. Mí padre, con su boina
calada, me miró como si estuviese viendo a un fantasma,
mientras me decía bajito:”Niño tú está loco, no sabes lo que
estás diciendo. Mira a la terraza, allí está nada menos que
sentado con su señora don fulano.
Ahí es donde entraba esa rebeldía, pues jamás, he
considerado que nadie sea más que nadie Le pregunté a mí
padre ¿y qué es don fulano más que nosotros?. Papá nos vamos
a sentar y nos vamos a tomar un café. Me importan tres
pepinos quien esté sentado en la terraza, se llame como se
llame. Si no quieres acompañarme lo haré yo sólo.
Mi padre me conocía perfectamente y sabía que, aunque fuese
sólo, me iba a sentar a tomarme un café. Por fin cedió y nos
sentamos. Pero antes de sentarse, mi padre se quitó la boina
y saludó a quien él llamaba don fulano. Por supuesto, que
para mí, era un señor igual que otro.
Viendo que mí padre, cada vez que pasaba por delante de la
terraza, se levantaba, se quitaba la boina y saludaba a
todos los don fulanos que pasaban. No pude remediarlo. Por
favor, papá, no te quites la boina más delante de nadie
porque, todos esos, son personas igual que nosotros.
Creó que mí padre sufrió lo suyo y que el café no le sentó
bien. Cuando llegó a casa y se lo contó a mi madre, esta
estalló en una carcajada. ¡Que bien me conocía mí madre!.
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