El cambio es la única cosa
inmutable. Lo dijo el filósofo alemán Arthur Schopenhauer, y
no le faltó razón. Las causas de esa variación permanente
son muchas y diversas, tantas como culturas y entornos. El
mismo cambio climático enciende el candelabro de un mundo
cambiante. Casi siempre hay un cierto temor a esas mudanzas.
¿Por qué se ha de temer a los cambios si la vida por si
misma ya es una mutación constante? Seguramente, con otro
tipo de actitudes y propuestas, dejaríamos de tener recelo.
No hay porque tener miedo si se promueve un desarrollo pleno
y humano, no sólo social y económico, sino también
anímicamente ético. Es tan justo como preciso, encontrar un
camino común, el de la solidaridad para poner remedio y
consuelo a todos aquellos que sufren la inmoralidad del
abandono, de la exclusión.
Nos deberían guiar los principios de responsabilidad, en
cuanto a relación inseparable entre mundo y desarrollo. Así,
mientras en una parte del mundo los niños están
esqueléticos, en Europa la obesidad infantil es un problema
creciente. Frente a estas realidades de niños con sobrepeso
o desnutridos, está claro que debemos hacer algo ya. No
podemos seguir de espectadores, como si el mal sólo afectara
a los demás, porque en esta vida todos somos actores y en
activo. Nadie está libre de nada. Por desgracia, todo lo
vemos superficialmente. En un bando las personas son objeto
de consumo. En el otro, las personas son objeto de
indiferencia. El nuevo mundo que está naciendo ha de
considerar estos desajustes y reconstruir nuestro yo
interior de valores humanos. De una vez por todas, hágase
valer.
Avive, pues, el candelabro del cambio, pero con el cambio de
mentalidad, que el mundo no es para sí mismo, sino para
todos. Hay que situar las cumbres entre naciones por encima
de la política y también hay que asentar los derechos
humanos como faro en todos los caminos que conducen al
hombre. Hemos de medir los derechos por su deber y elevar la
honradez a la cúspide de la acción. Falta nos hace. La
epidemia de sobornos que el planeta sufre viene alcanzando
un ritmo reproductivo endémico verdaderamente alarmante.
Contra doquier corrupción, en suma, hay que plantarse antes
de que todos acabemos dominados por ella, formando parte de
un espíritu corrompido en el que no cabe la dignidad.
Llegado a este punto, la receta del escultor Eduardo
Chillida, puede sanar todos los males: “Un hombre tiene que
tener siempre el nivel de la dignidad por encima del nivel
del miedo”. Saludable diagnóstico, piensa servidor.
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