Diciembre es mes de añoranzas. Y
por más que uno intente desentenderse de la costumbre, le
resulta imposible no mirar a veces hacia atrás aun a costa
de pasar más de una noche toledana o de ponerse más blando
que una breva pasada de temporada.
A mí me ha gustado siempre hacerme el fuerte. Aguantar las
tarascadas recordatorias de las fechas que se aproximan,
diciéndome a cada paso que éstas no lograrán ponerme tierno,
sensible, sentimental... Y a fe que aguanto lo indecible.
Sin embargo, cuando menos lo espero, es decir, cuando estoy
levantando una copa para celebrar lo bien que estoy
resistiendo los embates impresionables de días tan señalados
en el calendario, caigo en la cuenta de que me puede el
ambiente y es entonces cuando trato por todos los medios de
que mis sentimientos no acaben siendo sensibleros. Pues no
olvidemos que existe una línea tenue entre sensibilidad y
sensiblería.
El miércoles, día 9, hablando con un gran aficionado al
fútbol, joven y con conocimientos sobrados de este deporte,
éste sacó relucir el entusiasmo con que los hermanos
Márquez, Manolo, Pepe y Luis, vivían el fútbol en
el Alfonso Murube. Y de pronto, con una rapidez inusitada,
salieron a flote algunos momentos vividos por mí en
diciembre de 1982.
Ese año de 1982, y concretamente del 8 de diciembre al 12,
Luis Márquez, cuya pasión futbolística quedaba reflejada en
las gradas del Murube, fue a visitarme porque quería viajar
a Las Baleares, donde la Agrupación Deportiva Ceuta tenía
que jugar dos partidos en las Islas. Uno, aplazado, frente
al Poblense, entrenado por Serra Ferrer; y otro,
frente al Mallorca, dirigido por Antonio Oviedo.
Autoricé, previa charla con el presidente, el viaje de Luis
en la expedición y hasta le di la oportunidad de sentarse en
el banquillo, como delegado, en ambos partidos. Gracias a la
gentileza que siempre tuvo hacia mi persona, Antonio
Fernández, delegado titular, cuyo fallecimiento he
sentido siempre en la misma medida que no he dejado de
recordarle.
Aquel diciembre fue especial en mi vida. Y para Luis, si la
memoria no le falla, también lo debió de ser. Aunque por
motivos muy distintos. Porque ese mes recibió una de las
mayores satisfacciones como aficionado al fútbol: ver por
primera vez, junto al entrenador, al equipo de sus amores.
El partido fue emocionante y trepidante... Jugado en un
auténtico barrizal, pues llovía a cántaros desde hacía
varias horas. Y acabó con empate a tres. Y a Luis no le dio
un jamacuco de milagro.
Aquella noche, tras regresar a Palma, la felicidad de Luis
rezumaba por todos los poros de su enorme humanidad. Y no
dudó en gastarse un dineral en dulces, bombones y ensaimadas
para agasajar a los jugadores que le habían manteado,
momentos antes, con el consiguiente riesgo para todos.
Y es que Luis debutó con buen bajío. Y así lo entendieron
los futbolistas... siempre tan supersticiosos. Y decidieron
dedicarle también el partido siguiente. Y el éxito volvió a
acompañarnos en el Luis Sitjar.
Luego, cuando Luis Márquez se hizo delegado casi perpetuo, y
comenzó a chanelar de la cosa, perdimos la amistad por un
quítame allá esas pajas. Lo cual no es impedimento para que
yo haya decidido escribir de él en fechas tan señaladas.
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