Me refiero a la del Día de la
Constitución, por todo lo que ésta ha representado y creo
que, durante mucho tiempo, seguirá representando en la
sociedad española.
Recuerdo el día del referéndum en el que se aprobó la
Constitución, día 6 de diciembre de 1978. Fue un día muy
lluvioso, al menos en Ceuta y Algeciras, pero aun así no se
privó la gente de ir a votar.
Era algo que se estaba esperando, que se deseaba y aunque
los nostálgicos del pasado reciente creían que sería un paso
en falso, las gentes querían un cambio definitivo y sólo así
podía llegar, a pesar de que con la Constitución ya en
funcionamiento la nostalgia no desaparecía y costó trabajo
que desapareciera en algunos de los iluminados del momento.
Lo que ocurrió, y eso sí se lo debemos a los políticos de
aquel momento, es que cuando se trabaja “en equipo”, sin
resquebrajaduras, mirando todos hacia la misma parte y no
buscando “la tajada” particular, en esos casos las cosas
salen mucho mejor.
En esa etapa, todos los que participaron en la creación de
la Constitución parecía que “se habían quitado la camiseta
de sus partidos correspondientes” y trabajaron, de verdad,
por establecer una unidad definitiva.
Lograron una Constitución moderna, tolerante y clara, otra
cosa es que haya quienes vayan tratando de oscurecer algunas
cosas que aparecían y aparecen, con meridiana claridad, en
ella.
Con el referéndum que sacó adelante la nueva Constitución se
estaba terminando un año que había sido muy movido, en el
terreno político, con intentos de frenar los desequilibrios
que surgían en la vida diaria y con las pretensiones de que
sociedad, Iglesia y vida fueran logrando sus máximas
aspiraciones.
La España de 1978 había superado ya la etapa del 600, del
Gordini y de todos aquellos vehículos que, poco a poco, iban
dejando su sitio a otros más potentes y de más calidad, como
el 127 de la SEAT o su homólogo de la Renault el R – 5.
Entrábamos en una nueva dimensión en este terreno, al tiempo
que a nivel eclesiástico, tras la muerte de dos Papas en el
año, Pablo VI y Juan Pablo I, el que hubiera sido cardenal
Luciani, ahora comenzaba a andar el largo pontificado de
Juan Pablo II que, a lo largo de su dirección sobre la
Iglesia, influyó decisivamente en el resquebrajamiento del
telón de acero y fue una de las fuerzas, de verdad, a la
hora de la desaparición del Muro de Berlín, con lo que un
país dividido por la sinrazón de unos tratados postbélicos,
a partir de ahora volvería a caminar en unidad, aunque
teniendo que repartirse lo que tenían en la parte occidental
para todos.
Era, mejor dicho, había sido, pues, un año de cambios, de
alternancias y de esperanzas en algo nuevo y algo mejor,
cosa que dio a España la Constitución que, todavía, y parece
que por mucho tiempo más, sigue y seguirá vigente y sin
visos de que haya algo que la pueda empezar a desmembrar.
Por eso, cuando estos días he visto a chavales jóvenes,
niños, prácticamente, que llegaban al Parlamento y ocupaban,
aunque fuera por pocos minutos, ciertas tribunas, he sentido
una sana envidia de no haber podido actuar así, en mis años
de niñez, y ni siquiera cuando era un mozalbete.
Eso es lo que hubo, pero que ha traído ahora otras cosas
para los que nos siguen y que ojalá esos sepan recogerlo en
toda su extensión.
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