Hoy me gustaría rendirle un
homenaje, al que fue el rey de la casa en las fechas
navideñas, el pollo. El pollo fue, en aquella época de
hambre, el alimento que teníamos los pobres en las fiestas
navideñas, pasera sentarnos a la mesa y sentirnos, por una
noche, auténticos señores degustando el más rico de los
manjares que en navidades podía haber, sobre el raído mantel
de la vieja mesa del comedor.
Algún siglo de estos voy a crear una sociedad dedicada a la
defensa del pollo, que tanta hambre quitó en aquellos
tiempos de mi juventud. Cosa que me valdrá para matar dos
pájaros de un tiro, la defensa del noble animal, y recibir
alguna que otra subvención, como reciben algunas de esas
asociaciones creadas para defender chorradas. Porque en este
hermoso país, aún llamado España, chorrada que se crea,
subvenciones que te pego.
Pero volvamos al pollo, motivo de mí homenaje. Todos los
vecinos, bueno lo que podían disponer de un duro, compraban
un pequeño pollo, al que iban criando hasta la llegada de
las fiestas navideñas, en la que, por supuesto, ya se había
convertido ese pollito pequeño
en un pedazo de pollo , de aquí te quiero ver. O sea
preparado para ser cocinado y engullido por los
“capitalistas de las alpargatas”. Y ahí, cuando había que
darle el matariles es cuando, realmente, empezaban los
grandes problemas. ¿A ver quién era el guapo, de la familia,
qué se sentía capaz de cortarle el pescuezo al animal?. Ese
animal que habíamos visto crecer y al que, se quiera o no,
se le había tomado cariño.
Ante tal situación surgían dos opciones. Primera, el más
viejo de la casa, cuchillo en mano, se dirigía al pollo y le
cortaba el pescuezo, con todo el dolor de su corazón,
mientras los más pequeños mirábamos hacia otro lado para
ocultar nuestras lágrimas. Segunda, alguien de la casa
preguntaba, mientras miraba al pollo a los ojos, sintiendo
que se les destrozaba el alma, ¿hay patatas y un par de
huevos, por qué no hacemos una tortilla y dejamos el pollo
para fin de año?. Aplausos de todos los presentes, de
momento, el pollo había salvado a vida.
Todos a comernos el trozo de tortilla de patata que nos
correspondía y de la cual también participaba el animal.
Oiga, es que mirar al pollo a los ojos, y ver en ellos su
mirada limpia, sin odio, sin rencor, me llevaba a pensar,
qué si todo los humanos mirásemos con la mirada limpia del
pollo, seriamos mejores en todos los aspectos de nuestras
vidas.
Dejar a aquel pollo, que habíamos comprado cuando era
pequeño de color amarillo, con vida era el mejor homenaje
que le podíamos hacer a quien tanta hambre quito a los
pobres de aquella época, donde los pollos, eran pollos de
verdad, con su carne sonrosada y dura, que tenía una gran
diferencia con estos pollos, de hoy día, que le pegas un
bocado y si te descuidas de tanto como estira te puedes
pegar con todo el hueso en la boca.
Vaya desde aquí, como he dicho al principio, mi particular
homenaje al animal, el pollo, que tan socorrido fue en la
época del hambre y cuya carne, en las fiestas navideñas, no
sabían a los pobres a “bocata di cardinali” ¡Viva el pollo!.
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