No conozco algún padre que esté de acuerdo con los horarios
nocturnos de sus hijos, en los días de salida. Se ha pasado
en relativo poco tiempo de “a las diez en casa estés”, a
comenzar la salida a las once y hasta las doce de la noche,
para terminar más allá del amanecer en algunos casos. Como
los juerguistas de otras épocas van cerrando locales para
acceder a otros más trasnochadores y todo esto en jóvenes
menores de edad en muchos casos.
Es hasta cómico contemplar a los adolescentes negociando con
sus padres para conseguir un cuarto de hora más a cada fin
de semana, con el único argumento de que a sus amigos ya les
dejan y no van a volverse solos. No cuenta en absoluto el
terror que por lógicas razones, esto produce en los padres
que van a vigilar disimuladamente en los primeros tiempos,
esperar despiertos la vuelta en los siguientes, para mas
adelante pasar la noche en duermevela.
Entendemos que no es justo que los padres se sometan a este
martirio, sin ninguna explicación razonable que podría ser
la necesidad de estos horarios para conseguir algo
provechoso en la formación del adolescente. Por el contrario
los peligros son numerosos y en algunos casos trágicos como
recientemente hemos conocido.
La pregunta podría ser: ¿Si la responsabilidad de la
educación del menor es enteramente de los padres, y éstos
unánimemente no están de acuerdo con esta forma de
comportamiento nocturno de sus hijos, qué es lo que ha
llevado irremediablemente a esta situación que se presenta
hoy como irreversible?
La respuesta no es fácil ni única; pero mucho parece tener
que ver con la cultura de la postmodernidad en la que
estamos inmersos, donde cualquier tipo de autoridad,
incluida la paterna, se ha socavado y el concepto de
libertad se ha entendido como no sometimiento a regla
alguna. Aunque sea duro reconocerlo, los verdaderos
culpables hemos sido los padres que aún sin la colaboración
externa, deberíamos haber sabido organizarnos socialmente
para que las cosas fueran como nosotros entendemos son más
convenientes en la formación de nuestros hijos de la que,
repito, somos los máximos responsables.
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