Pasé la tarde de anteayer leyendo,
una vez más, ‘Semblanzas’: libro en el cual Pedro Sainz
Rodríguez hace un bosquejo físico, moral y biográfico de
personalidades como Unamuno, Ramón y Cajal, Manuel de
Falla, Ortega y Gasset, Pemán, y muchas más entre las
que se encuentra J. Martínez Ruiz, ‘Azorín’.
Y cuando llegué a la semblanza del escritor, periodista y
político, nacido en Monóvar (Alicante), maestro, entre otros
géneros, de la crónica parlamentaria, con la que consiguió
éxitos indiscutibles en las páginas de ABC, me acordé
inmediatamente de cómo se siguen desaprovechando los plenos
locales. Sesiones a las que debería asistir alguien y hacer
comentarios sobre ellas.
No es la primera vez, y tampoco será la última, que le
dedico atención al asunto de los plenos por creer que el
tratamiento periodístico que se les dispensa es
insuficiente. Ahora bien, insuficiente no quiere decir que
quienes cubren el acto político incumplan con su deber de
informar. Quede clara la cuestión. No vaya a ser que se me
hieran susceptibilidades y haya que darles explicaciones
innecesarias a espíritus tan sensibles.
A lo que iba: que la crónica, en este caso parlamentaria, es
un género periodístico que admite las valoraciones, aunque
tampoco le haga ascos a la información, con la ventaja de
que la subjetividad tiene más cabida que en la noticia. De
la crónica se dice que es una información más elaborada,
comentada y firmada; es decir, personalizada. Lo cual ayuda
lo suyo a que el autor de ella consiga ganarse el favor de
muchos lectores. Por lo que esa sección, verdad de
Perogrullo, repercutirá favorablemente en el medio.
En mi caso, nunca me he cansado de airear cómo me chiflaba
cubrir los plenos para describir el ambiente y recrear, en
la medida de mis posibilidades, de qué manera se expresaban
los concejales, ahora diputados. Sin desdeñar tampoco el
prestarles oído a los secretos y entresijos de la política
local. Debo confesar, cómo no, que en aquel tiempo y en
cuanto ponía los pies en el edificio municipal, había ya
personas interesadas en ponerme al tanto de cuestiones que
me servían para que la crónica tuviera ese interés que lo
secundario suele despertar entre los lectores. Y bien que
las aprovechaba yo para romper la baraja de la costumbre. La
cual no deja de ser vida ya vivida. Vida gastada. Cuando lo
que necesitamos es brinco e innovación.
Pero sería absurdo seguir hablando de la crónica
parlamentaria sin decir que ésta ha de ser literaria. Y que
hay que esmerarse en su redacción. Y que hay que recubrirla
de conversaciones, de dimes y diretes... Y destacar, por
encima de todo, los detalles que pasan inadvertidos incluso
para los propios participantes de la sesión.
Tarea que exige atención para resaltar pormenores de la
vestimenta. Las miradas que se cruzan los políticos. Quién
dormita a cada paso. Se impone estar pendiente de los
gestos, de los tiques, de las filias o fobias. Y, sobre
todo, de cómo se expresan.
Yo puntuaba al orador de turno: si decía a nivel de, en vez
de en relación con, le daba una puntuación baja; si hablaba
de contemplar, donde convenía hacer uso del considerar,
ídem; y qué decir de los que dinamizaban cuando tocaba
agilizar o de los que especulaban en vez de conjeturar. Con
tales ingredientes, créanme, se hacen unas crónicas
parlamentarias desenfadas, atractivas, y muy leídas. Que es
de lo que se trata.
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