A todos se nos abren las entrañas
cuando contemplamos a esos hombres y mujeres, tirados sobre
cartones, a cobijo de la intemperie de la noche, en
cualquier rincón de nuestras urbanizadas localidades. Son
los llamados sin techo. Haciendo uso de su respetable
libertad han decidido, no sabemos por qué motivo, una forma
de vivir en las ciudades, al margen de la sociedad,
pareciendo contradecir las maravillas de nuestro desarrollo
económico y social.
Enseguida surgen las preguntas, ¿no podríamos destinar parte
del dinero que se envía a otros países en caso de
catástrofe, para remediar la situación de estas personas
nuestras?; ¿no hay en esta sociedad algún ángel que trate de
aproximarse a ellos y preocuparse de sus necesidades?
La situación por la que han optado vivir de esa forma no es
fundamentalmente económica, aunque en ocasiones, un revés de
este tipo, pueda haber contribuido a ello. Existen además
albergues de acogida donde pueden, al menos temporalmente,
llevar una vida más higiénica y saludable.
Su pobreza y su dolor están en el alma. Son el resultado de
desencuentros, abandonos, frustraciones, desamores en
familias desestructuradas. No se apartan de las ciudades;
pero desconfían de los ciudadanos. Prefieren la libertad aún
en la indigencia.
Sólo la aproximación a ellos con respeto, cariño e
insistencia durante mucho tiempo, da algunos resultados, y
eso sólo puede proceder de esos ángeles que existen, a los
que una fuerza interior les arrastra a sentirse hermanos de
los más pobres entre los pobres.
Los políticos reconocen que no son capaces de abordar a esas
bolsas de pobreza que no se resuelven sólo con presupuestos.
Los menesterosos necesitan de esos ángeles protectores,
capaces de arrimarse a ellos con amor y cuidarlos en los
centros que puedan destinarles.
¿Por qué, entonces, hostigar a los que profesan una doctrina
capaz de generar impulsos de amor hacia los más necesitados,
resolviendo, además, situaciones para las que la sociedad,
por sí sola, no tiene soluciones?
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