Hoy, primer día de la semana,
según el cómputo popular, que es cuando escribo, leo que
Juan Vivas es el alcalde más valorado de España, no sólo
como persona, sino también como gestor. Y es así, tras un
estudio realizado por Merco Ciudad para que el Grupo Vocento
lo propalara en todos sus medios.
Nada más leer la buena nueva, créanme, lo primero que se me
ha venido a la memoria es que esta noticia habrá servido
para levantarle la moral a mucha gente. Pues no olvidemos
que los lunes son días considerados propensos a que muchas
personas se echen abajo de la cama desanimadas. No sólo por
la vuelta al tajo, sino porque haya perdido el equipo de sus
amores o por cualquier rifirrafe familiar, surgido durante
el fin de semana.
Aunque tengo también la certeza de que semejante información
habrá avivado aún más la envidia y la inquina de los
enemigos del alcalde. De modo que me imagino ya a Juan
Luis Aróstegui, el más destacado, sumido en una profunda
tristeza y clamando contra la prensa que se vende por nada y
menos.
Lo de Vivas es para tirar cohetes en su honor por haber
nacido con semejante baraca; es decir, con más suerte que un
quebrado. Porque, en momentos tan delicados y con la que ha
estado cayendo hasta hace nada, es agasajado por los ceutíes
afincados en Barcelona, luego recibe un premio vecinal en
Sevilla, y ahora lo lucen como el más destacado alcalde de
España. Y lo que te rondaré, morena.
Este hombre, el alcalde, a quien me precio de conocer
–insisto: nunca me fue bien relacionarme con él-, es capaz
de sortear más obstáculos que las grullas viajeras.
Sobrevive a todo: a zorros, jabalíes y cazadores furtivos.
Cierto es que juega con ventaja.
Es bajito de estatura, una condición que no hace daño a la
vista de los demás; tiene pinta de no haber roto un plato en
su vida, o sea, que luce cara de bueno a todas horas; y, por
si fuera poco, está dotado de un don de gente
desproporcionado.
A tales armas, que no son pocas para llevarse al personal de
calle, hay que sumarles otras que aprecian muchísimo sus
seguidores y que Vivas las maneja con maestría: expone tan
bien su humildad que la opinión casi generalizada da por
hecho que el presidente tiene un ápice de vanidad. La justa.
La que le permite no jactarse de nada ni hacer ostentaciones
de ningún logro. Y esa forma de jugar sus mejores bazas, con
tanta sapiencia, lo ha convertido en una figura popular,
admirada y respetada en su pueblo.
Pero tampoco conviene olvidar que el arte de la política
exige siempre, de un modo u otro, la necesidad de acabar con
un adversario de talla o bien mandar al ostracismo a uno de
los propios, de la manera más civilizada posible. Y,
ejercitando esa autoridad destructora, el político comienza
a inspirar respeto, o al menos miedo. Pues bien, Vivas ha
pasado ya por esa prueba del nueve. Bajo la aquiescencia de
la mano derecha de Mariano Rajoy: Javier Arenas.
Podemos decir, sin temor a que se nos tache de exagerado,
que Vivas está sobrado, como alcalde de Ceuta, de poder y de
autoridad. Que ha conseguido, además, el reconocimiento
fuera de ella. Y que se encuentra en las mejores condiciones
para seguir siendo alcalde hasta que se aburra. Lo malo de
semejante poder es que se olvide de mirar hacia abajo. ¿Se
lo recordará alguien?
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