Lo que más sorprende a los especialistas extranjeros que
visitan nuestros institutos es el mal comportamiento de los
alumnos en el aula, la confianza de amigachos que preside su
relación con los profesores (siempre con el tú por delante),
lo escandalosos que son y el descuido con el que tratan el
material que se pone a su disposición. Si los visitantes son
coreanos o japoneses, la impresión les puede provocar un
shock. No es fácil conseguir mejoras significativas en los
resultados escolares. Pero, desde luego, si no se aborda con
seriedad y decisión el cambio del comportamiento de los
alumnos, poco se puede conseguir. Para que el alumno pueda
rendir en clase es preciso que, en primer lugar, atienda y,
en segundo lugar, que lo dejen atender. Es el requisito
previo, como lo es comprar un décimo para que te toque la
lotería. Muchas de las correcciones que se ponen en marcha
para atajar este mal son poco compartidas por los padres de
las criaturas, que optan más por la impunidad de sus hijos
que por su educación. Parece como si la mala conciencia del
poco caso que les hacen la pudieran salvar poniéndose
incondicionalmente de su lado a la mínima dificultad con la
que tropiezan en el instituto.
Se ha llegado a una situación en la que no producen alarma y
se dejan pasar comportamientos intolerables. Los que narro a
continuación los he visto yo visitando aulas, exhibidos por
mozalbetes de trece, catorce o quince años, mayoritariamente
varones, y sabiendo ellos que yo era el inspector. Están los
que no reprimen las exigencias de su cuerpo por pequeñas que
éstas sean. Así, uno bosteza de la forma más larga y
ostensible que se pueda imaginar, desperezando todo el
cuerpo. Otro se rasca y hurga, a modo, en axilas, ingle,
nariz y oído. El de más allá está prácticamente tumbado en
su silla, en una postura en la que alcanzar el tablero de la
mesa para leer o escribir es francamente imposible. Hasta a
alguna parejita he debido mirarla con reprobación para
impedir no sólo que hicieran manitas, sino hasta que fuera
algo más lejos. Repito: todo esto mientras el pobre profesor
(o profesora, porque como corresponde a la condición humana,
suelen ser más groseros y aprovecharse más de quien juzgan
que es más débil) intenta explicar su lección o corregir un
ejercicio.
¿Y los padres? ¿Qué ocurre cuando se sanciona a sus hijos y
se les comunica el castigo? Pues en muchos casos se ponen de
su lado, exigen datos y pruebas como si la vida escolar y
sus procedimientos disciplinarios fuesen un juicio por la
vía penal. Les hacen ver a sus vástagos que su centro de
educación y enseñanza actúa arbitrariamente, que persigue
sin motivo a sus alumnos, que emprende procedimientos
sancionadores contra ellos sin argumentos ni hechos: un día,
sin que haya ocurrido nada, los profesores y el equipo
directivo acuerdan porque sí sancionar a unos pobres
inocentes, e inician procedimientos muy costosos, que
requieren mucho trabajo extra y que les van a traer a los
que los emprenden un sin fin de preocupaciones. Señores
padres: no es sensato creer antes a los propios menores
implicados que a adultos expertos en problemas de disciplina
como son los profesores. Los docentes son imparciales (por
supuesto, más que los mismos menores o que ustedes), conocen
bien a los chicos porque a lo largo de su vida profesional
han tratado a miles de ellos, y saben calibrar la
trascendencia de las acciones de los que ocupan las aulas
porque, además de que se les prepara para ello, tienen la
experiencia de haber pasado ya por cientos de casos
anteriores.
Señores padres: no deben enseñar a sus hijos de qué manera
pueden salir indemnes o cómo se pueden librar de las
consecuencias de conductas inadecuadas, sino a que asuman
sus responsabilidades, a que corrijan lo que hayan hecho
mal, a que acepten los castigos que se les impongan, a que
tengan confianza en los profesores y en los centros en los
que están escolarizados. Porque, señores padres, no hay
mayor despropósito que ayudar a sus hijos a que queden por
encima de su profesor y de su instituto.
Señores padres: a sus hijos no les quedan tantos años para
enfrentarse a la vida. Enséñenles también a tolerar la
pequeña injusticia, el posible error. Porque en el mundo
adulto van a encontrar muchas más arbitrariedades de las que
puedan sufrir en la escuela. Déjenles bien claro que a sus
profesores no les pagan para aguantarlos y reírles las
gracias, sino para educarlos. Sus profesores son, para
ellos, el anticipo de lo que luego, en el ámbito laboral,
van a ser los jefes. Y, como decía Bill Gates, si cree que
su profesor es duro con él, que espere a tener un jefe. Éste
no va a tener ni la paciencia ni la vocación de su docente.
Señores padres: un viejo consejo decía: “Si vas a sufrir una
operación peligrosa, deja todos tus papeles y todos tus
asuntos en regla. Es posible que sobrevivas”. Aplíquense el
espíritu del anterior dicho. Queremos su colaboración y su
ayuda para conseguir la mejor educación de sus hijos. Pero
no para hacerle la vida más fácil a los docentes. Al fin y a
la postre, lo más que convive un profesor con ellos es,
durante algún año, dos o tres horas a la semana. Lo queremos
porque en última instancia son ustedes los que van a tener
que soportarlos durante toda su vida.
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