Era yo entrenador de un equipo,
cuando los años setenta estaban principiando, cuya directiva
no ponía ningún tipo de pega a que cuatro o cinco
periodistas viajaran con la expedición futbolística. Los
encargados de hacer las crónicas pertenecían tanto a
periódicos de gran tirada en la ciudad como a emisoras de
radio destacadas. Y todos ellos se alojaban en el mismo
hotel que nosotros.
Llegado un momento, todos los redactores deportivos,
curtidos en mil batallas, hacían un aparte conmigo y, de
manera distendida, conversábamos de fútbol para acabar
hablando de cuanto concernía al partido del día siguiente.
Detalles del adversario, defectos y virtudes de nuestro
equipo y hasta un esbozo de cómo saldríamos a jugar bien en
Valladolid, Orense, Sabadell, Castellón... De tal manera que
en sus crónicas, tras el partido, pudieran contarles a sus
lectores u oyentes, si mi planteamiento había sido acertado
o no.
Debo decir que mi forma de actuar si bien no era seguida por
la mayoría de técnicos de la época tampoco la idea me
pertenecía. Puesto que hacía ya un montón de años que los
entrenadores del Reino Unido la habían practicado. No
obstante, aquella manera de comportarme con los periodistas,
no me evitaba el recibir los varapalos correspondientes en
una ciudad tan grande y donde su equipo era motivo de
orgullo. Mas siempre soporté con estoicismo, como tenía que
ser, las criticas malévolas de unos y las peores: las que
procedían de quienes desconocían un deporte del cual todo el
mundo cree saber.
Varios años más tarde, recalé en Ceuta para entrenar a un
equipo con una afición muy exigente que llenaba el campo y
donde había personas escribiendo y hablando en los medios,
sin los conocimientos futbolísticos necesarios. Conviene
recordar que entonces se carecía de todo. No había
instalaciones anexas para entrenar ni gimnasios ni nada por
el estilo. En rigor: había más historia que medios y más
presunciones que realidades.
Circunstancias que no impedían que al entrenador lo
abroncaran yendo el equipo primero o habiendo remontado un
3-0 adverso en treinta minutos. Eran otros tiempos y otra
manera de entender la crítica. Ejemplo: un periodista que
aún vive tituló un día que yo era un borracho. Siendo harto
conocido que dos sorbitos de güisqui para mí eran mortales
de necesidad. Pues bien, tardé nada y menos en invitarle a
comer a los pocos días de haber cometido tal periodista
semejante disparate. Podría seguir enumerando anécdotas
hasta relatar también las que me hicieron tragar quina por
entender que los opinantes no sabían ni papa del asunto.
Válgame todo lo escrito para decirle a Carlos Orúe
que en Ceuta, desde hace ya bastantes temporadas, los
entrenadores están más que protegidos en la prensa. Pero hay
más: incluso quienes se atreven a analizar los partidos son
plumas benignas. Contentadizas en cuanto el equipo gana,
aunque el juego haya sido pésimo por mor de errores de
situación u otros asuntos por el estilo. Y le recuerdo al
jerezano que ser entrenador de la ADC, por muchos y variados
motivos, es un regalo de los dioses.
De modo que Orúe debería levantarse cada mañana sintiéndose
un privilegiado. Y así no se perdería en comentarios
absurdos que le quitan lucidez para afrontar su tarea
diaria. Lo cual, sin duda, redunda en contra del equipo.
Hágame caso.
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