Poco tardaron los flamantes rayos de sol en dar colorido a
las espectaculares zonas verdes del paisaje ceutí. En
cuestión de instantes y con la entrada del mediodía fueron
desapareciendo las misteriosas nubes que envolvieron de
enigma los montes de García Aldave y el Hacho. Un enigma que
se perdía con la risueña mirada de los niños, las increíbles
sonrisas de los abuelos, el aroma a frutos con sabor salado,
la bienvenida al Día de la Mochila.
El mirador de Isabel II fue el lugar de encuentro de los más
jóvenes, deseosos de que en futuras ediciones la cita se
convirtiese en un fin de semana de acampada con alas de
libertad. “Venimos a pasar el día porque todavía tenemos
catorce años y no nos dejan estar aquí solos por la noche.
Entonces traemos las mochilas con castañas, nueces,
bocadillos y más frutos secos. Estamos todo el día
charlando, escuchando música y jugamos a las cartas entre
todos los amigos”, explicaba Sara en su visión de la cita.
Las carreteras fueron adquiriendo a lo largo de la jornada
mayor protagonismo e incluso los caminos de arena entre
montañas quedaron colapsados por los numerosos ceutíes,
encantados de contactar con la naturaleza gracias a las
buenas temperaturas. “Nos concentramos toda la familia ya
que somos siete hermanos y nos traemos a los pequeñitos.
Procuramos organizar alguna excursión por la mañana y otra
por la tarde para que los niños se entretengan ya que son
como caballos desbocados que necesitan campo para
divertirse. Les enseñamos las sendas del bosque, les
explicamos la vegetación existente, algunos animales que
podemos ver, cómo deben ir pero cuesta porque son pequeños.
Así que nos queda el que conozcan el monte”, argumentaba
Rafael Ruiz.
Las vistas al mar, para muchos, fueron imprescindibles en
ese amor y respeto por la madre tierra. De ahí que los
merenderos de Calamocarro resultasen aún más extravagantes
para familias muy numerosas y algunas, golosas. “Venimos
unos 25 para pasar el día; hemos venido por la mañana,
preparamos esto y a lo largo de la jornada traemos más
cosas. Tenemos dulces, chocolates, golosinas, castañas y
nueces y luego, la tarta. Cuando oscurece levantamos el
campamento y nos vamos y los niños acaban tan cansado de
haber disfrutado, que se bañan y caen rendidos”, confesaba
Victoria Morales. Generación tras generación, la visita a
los cementerios el uno de noviembre y el Día de la Mochila
han caminado de la mano con costumbres que han pasado de
padres a hijo, de abuelos a nietos.
Pero a pesar de que las tradiciones no se pierden en la
ciudad autónoma, sí que existe un recuerdo vago del
nacimiento de esta celebración. Aunque gracias a nuestros
mayores, la mirada a la historia está asegurada.
“Antiguamente, en el siglo II, la gente iba a visitar a los
difuntos para ponerles flores el uno de noviembre; como los
caminos eran muy largos, las personas se echaban la mochila
al hombro con frutos secos y pequeños alimentos al igual que
ocurre en el camino de Santiago. Y desde entonces, eso fue a
más y más, y le pusieron la Mochila convirtiéndose en una
tradición que incluso en la península, por ceutíes que viven
en otros lugares, se va imitando”, narraba una ceutí.
Pasan los años, cambian las generaciones, el mundo se
transforma, pero el Día de la Mochila pervive y los montes
ceutíes continúan cobrando vida en el Día de la Mochila. Una
cita en la que los juegos, las risas, los dulces y los
recuerdos florecen pero siempre con la misma intensidad.
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