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OPINIÓN - SÁBADO, 24 DE OCTUBRE DE 2009

 

OPINIÓN / EL OASIS

Bando contra los perros
 


Manolo De la Torre
manolodelatorre@elpueblodeceuta.com
 

Los niños que nacimos cuando todavía sonaban los últimos cañonazos de la guerra entre españoles tenemos la mirada triste porque vimos y sufrimos muchas miserias. Tenemos la mirada arrasada por el dolor que, de vez en cuando, sale a flote para hacernos comprender que aquella cruenta batalla nos hizo vivir entre adultos cuyos corazones se habían endurecido tanto como el pedernal.

En aquella España de posguerra -gris, represiva, sucia, dogmática, prejuiciosa, repletas de beatas y tartufos-, mientras el hambre campaba a sus anchas y los tísicos se morían a cada paso, los perros sarnosos barzoneaban por las calles, famélicos, con el miedo metido en el cuerpo y huyendo de cualquier contacto con los humanos. Y pobre de ellos si tenían la mala suerte de encontrarse con una panda de chavales dispuestos a cometer toda clase de maldades con el desgraciado animal.

Aún me acuerdo de la brutalidad de los perreros: encargados de lacear a los animales para darles matarile en la perrera municipal. Cierto es que había un miedo atroz a la hidrofobia –rabia-. Y a las enfermedades de aquellas criaturas que deambulaban por las noches como sombras desquiciadas buscando una basura que no existía. Ya que en aquella España nunca sobraba nada.

Los únicos perros que se hacían acreedores a un mejor trato, debían ganárselo defendiendo una finca, cuidando del ganado o empleándose a fondo en las tan celebradas cacerías de los señores de la época. Seamos sincero: la situación de los españoles, en general, no era para apiadarse de los animales por más que el perro fuera siempre tenido como el mejor amigo del hombre.

Cuando los primeros americanos comenzaron a llegar a la Base Naval de Rota, y venían con sus animales de compañía, a los que mimaban y cuidaban en todos los sentidos, la gente los tomaba a chacota. Y estábamos ya viviendo en los albores de los años sesenta. Prueba palpable de que los españoles, por lo dicho anteriormente, habían perdido la costumbre de ser amigos de los perros. Cierto es que, poco a poco, y a medida que la clase media fue convirtiéndose en ese colchón muelle del que hablaba Aristóteles, la gente principió a ver en los perros las bondades suficientes como para protegerlos y a su vez disfrutar de su compañía. Esa que los perros nunca niegan. Hasta el punto de que, desgraciadamente, pasamos de perseguirlos con saña a convertirlos en objetos del deseo de los niños, bien como regalo de cumpleaños o por haberlo pedido en su carta a los Reyes Magos.

Y volvimos a las andadas: es decir, a maltratar a los perros por abandono. Algo que suele darse frecuentemente cuando llegan las vacaciones de verano. Pero hay más: los políticos, que debieran estar preocupados por las innumerables pruebas de corrupción que se vienen dando entre los de su clase, han dado sin embargo en la manía de perseguir a los perros con bandos donde prohíben que éstos puedan divertirse en las playas durante el invierno.

Señores políticos: tanto valor lo debieran mostrar con quienes hacen botellón y dejan el territorio hecho un muladar. Y arremetan duramente contra los dueños incivilizados de perros. Pero absténganse de coartar la felicidad de quienes cumplen todos los requisitos. Que somos muchos. Y mantenemos a nuestros animales en perfecto estado de revista. Yolanda Bel no se entera...
 

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