Los niños que nacimos cuando
todavía sonaban los últimos cañonazos de la guerra entre
españoles tenemos la mirada triste porque vimos y sufrimos
muchas miserias. Tenemos la mirada arrasada por el dolor
que, de vez en cuando, sale a flote para hacernos comprender
que aquella cruenta batalla nos hizo vivir entre adultos
cuyos corazones se habían endurecido tanto como el pedernal.
En aquella España de posguerra -gris, represiva, sucia,
dogmática, prejuiciosa, repletas de beatas y tartufos-,
mientras el hambre campaba a sus anchas y los tísicos se
morían a cada paso, los perros sarnosos barzoneaban por las
calles, famélicos, con el miedo metido en el cuerpo y
huyendo de cualquier contacto con los humanos. Y pobre de
ellos si tenían la mala suerte de encontrarse con una panda
de chavales dispuestos a cometer toda clase de maldades con
el desgraciado animal.
Aún me acuerdo de la brutalidad de los perreros: encargados
de lacear a los animales para darles matarile en la perrera
municipal. Cierto es que había un miedo atroz a la
hidrofobia –rabia-. Y a las enfermedades de aquellas
criaturas que deambulaban por las noches como sombras
desquiciadas buscando una basura que no existía. Ya que en
aquella España nunca sobraba nada.
Los únicos perros que se hacían acreedores a un mejor trato,
debían ganárselo defendiendo una finca, cuidando del ganado
o empleándose a fondo en las tan celebradas cacerías de los
señores de la época. Seamos sincero: la situación de los
españoles, en general, no era para apiadarse de los animales
por más que el perro fuera siempre tenido como el mejor
amigo del hombre.
Cuando los primeros americanos comenzaron a llegar a la Base
Naval de Rota, y venían con sus animales de compañía, a los
que mimaban y cuidaban en todos los sentidos, la gente los
tomaba a chacota. Y estábamos ya viviendo en los albores de
los años sesenta. Prueba palpable de que los españoles, por
lo dicho anteriormente, habían perdido la costumbre de ser
amigos de los perros. Cierto es que, poco a poco, y a medida
que la clase media fue convirtiéndose en ese colchón muelle
del que hablaba Aristóteles, la gente principió a ver
en los perros las bondades suficientes como para protegerlos
y a su vez disfrutar de su compañía. Esa que los perros
nunca niegan. Hasta el punto de que, desgraciadamente,
pasamos de perseguirlos con saña a convertirlos en objetos
del deseo de los niños, bien como regalo de cumpleaños o por
haberlo pedido en su carta a los Reyes Magos.
Y volvimos a las andadas: es decir, a maltratar a los perros
por abandono. Algo que suele darse frecuentemente cuando
llegan las vacaciones de verano. Pero hay más: los
políticos, que debieran estar preocupados por las
innumerables pruebas de corrupción que se vienen dando entre
los de su clase, han dado sin embargo en la manía de
perseguir a los perros con bandos donde prohíben que éstos
puedan divertirse en las playas durante el invierno.
Señores políticos: tanto valor lo debieran mostrar con
quienes hacen botellón y dejan el territorio hecho un
muladar. Y arremetan duramente contra los dueños
incivilizados de perros. Pero absténganse de coartar la
felicidad de quienes cumplen todos los requisitos. Que somos
muchos. Y mantenemos a nuestros animales en perfecto estado
de revista. Yolanda Bel no se entera...
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