Desde que Gustavo Adolfo Bécquer
vociferó a los cuatro vientos, que también “¡las lágrimas
son agua y van al mar!”, me sobrecoge aún más la amargura.
El mar, la mar, siempre olvidada y siempre querida. Europa,
que es ribereña de dos océanos y posee cuatro mares que
albergan multitud de actividades, desde el comercio y el
transporte hasta la pesca y el turismo, está dispuesta una
vez más a poner orden en sus aguas. La verdad que, con
tantos silencios de dolor rumiados, cuesta esperanzarse.
Los vertidos tóxicos, las prácticas de pesca ilegal y no
regulada, la explotación excesiva, la piratería, la
delincuencia organizada, el tráfico de drogas, la
inmigración ilegal, el robo a mano armada contra los buques,
las amenazas terroristas, todo esto y más, hoy por hoy
navegan por alta mar con crecido despecho, desbordante
altanería y desprecio total por la vida marina. Los
navegantes y los hombres de mar sufren todas estas
consecuencias y aumentadas. Son los grandes sufridores.
Soportan el aislamiento familiar con la prolongada
permanencia en el mar, los obstáculos para la defensa de
derechos, la peligrosidad de las faenas, el choque con
ambientes de otras culturas. Para colmo de males, las
autopistas del mar están colapsadas de chatarra flotante y
de rumbos tan necios como traicioneros.
Pienso que algún día llegará la cordura. ¡Qué no tarde en
saltar la chispa sabia! Con urgencia deben considerarse
importantes los mares y océanos. El día que desde la tierra
nos tomemos en serio la cultura del mar, que es cultivo de
vida, ganaremos la cortesía del aire que hace más
confortable el viaje. Por desgracia, la mano del hombre está
causando graves estragos en las aguas del mundo. Esa es la
pura verdad. Lo demás son propósitos de enmienda que no
llegan nunca a enmendarse del todo. La consecuencia de
tantos desmanes ahí está, con el aumento de las temperaturas
de los mares, la elevación del nivel del mar y la
acidificación de los océanos. Hay un deber internacional de
proteger y avivar la cultura marina, pero también hay una
obligación individual que nos incumbe a todos. Podemos
pensar que lo que hacemos con nuestro esfuerzo es tan solo
una gota en el mar, pero la mar sería menos si le faltara
esa gota que, como nuestras lágrimas, implícitamente llevan
la sal de la existencia.
Los tesoros del mar como los de la tierra hay que cuidarlos.
Forman parte de nosotros. Por todo ello, tenemos que mimar
antes que explotar recursos marinos, hacerlo de forma
responsable. El precio humano de la grandeza es, sin duda,
la responsabilidad que pongamos en los quehaceres. La
factura del deterioro del medio marino y costero es tan
pública como notoria. Hay que hacer algo. Lo decimos todos.
Seamos navegantes de luz y el que no sepa por qué camino
llegar al mar, tome el río de su pueblo y límpielo.
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