Pablo Pineda, metido a actor,
acaba de conseguir la “Concha de Plata” al mejor actor, en
el reciente Festival de cine de San Sebastián por su trabajo
en la película: “Yo, también” de los directores Álvaro
Pastor y Antonio Naharro. El premio no ha sido producto de
la casualidad, sino al trabajo bien hecho. Pablo, desde
niño, apuntaba buenas maneras en el arte cinematográfico.
Pero, ¿quién es este Pablo? Es un chico con el Síndrome de
Down, una anomalía genética ocasionada por la presencia de
un cromosoma extra del par 21 en las células del organismo.
También recibe el nombre de “trisomía 21”. Esta anomalía
cromosómica origina alteraciones del desarrollo y
funcionamiento de diversos órganos. La afectación del
cerebro es la causa de la discapacidad intelectual. Pero la
intensidad con que se manifiesta esta alteración es
altamente variable de una persona a otra.
En el caso de Pablo, sus padres reaccionaron de inmediato y
apostaron por él y decidieron dar a su vida un carácter
absolutamente normal y ofrecerle las mismas oportunidades
que el resto de sus hermanos mayores. Su padre se embarcó en
la dura empresa y le enseñó a leer antes de que empezara a
ir al colegio, donde finalizó la EGB sin excesivos
problemas. Un competente Equipo de Orientación, aconsejaron
al padre seguir adelante. Y conviene destacar que no había
casos en Europa de chicos o chicas con el Síndrome de Down
que cursaran estudios superiores. Y Pablo pudo con el
Bachillerato. Además, con buenas puntuaciones, en especial
en las asignaturas de Historia y Latín. Y ya en la recta
final de su Bachillerato –de tres años-, sus profesores lo
vieron claro: ¡Podía estudiar una carrera universitaria! Y
le aconsejaron que estudiara Magisterio, aunque a él le
gustaba más Derecho y Periodismo. Después de convertirse en
un flamante maestro, siguió estudiando, eligiendo
Psicopedagogía, de la que le queda cuatro asignaturas,
paralizadas por su improvisada dedicación al cine.
El mensaje de Pablo, a sus 35 años, es el siguiente: “Crecí
sin la protección que habitualmente rodean a las personas
con Síndrome de Down. Eso me ayudó a comprender que en este
mundo hay que saber sufrir; es absurdo ocultar la evidencia.
Se lo digo constantemente a quienes tienen hijos en mi misma
situación. No lo metáis en una urna, estimulados. Que
prueben lo dulce y lo amargo de la vida, como las demás
personas.”
Su madre se manifiesta así: “Mi marido y yo le apoyamos,
pero el gran mérito es de Pablo. No habría llegado tan lejos
sin su voluntad y esfuerzo. Durante unos años compaginó sus
estudios con un empleo en el Área de Bienestar Social del
Ayuntamiento de Málaga”.
Y, volviendo a Pablo, en su faceta de actor, afirma: “No nos
engañemos: interpretar un papel en una película no te da el
carnét de actor. Para hacer eso es necesario tener “oficio”.
Pero sí podía recrear mi mundo interior, mis sentimientos,
mis valores. Ante la cámara te desnudas, revelas tu
intimidad. Eso ha sido lo más duro del rodaje. He llorado
mucho, pero el equipo siempre me ha arropado.” Recuerda
Pablo que los primeros días los compañeros le trataban con
excesiva delicadeza. Hasta que dijo ¡basta! “Metedme caña,
no pasa nada. ¡Si yo soy muy exigente conmigo mismo!
En San Sebastián se hizo famoso tras la proyección de “Yo,
también”. Público y prensa le paraban en la calle y le
decían que tenía posibilidades. El les daba las gracias,
pero no se lo creía. Estaba recién llegado a Málaga cuando
recibió una llamada del productor: “Pablo coge el primer
vuelo y regresa, que has ganado”.
Pablo vive en estos días en una burbuja. Pensando en sus
planes: liquidar esas cuatro asignaturas que se le resisten
y preparar unas oposiciones para obtener una plaza en
Bienestar Social. ¿Y el cine? “Tendría que pensármelo mucho.
Este ha sido un proyecto especial, irrepetible. No será
fácil encontrar algo parecido”.
Nuestro protagonista, rodeado de la gente que le quiere, con
la característica modestia que posee; “En ese momento me
acuerdo de quines me han apoyado, como es lógico, pero
también pienso que soy un privilegiado por haber conseguido
cosas que no están al alcance de cualquiera que haya sufrido
un accidente cromosómico como yo”.
En mi experiencia con alumnos afectados con el Síndrome de
Down, integrados en mi grupo, el aspecto más destacado,
aparte los progresos académicos, era la aceptación por parte
de sus compañeros, considerándolos como uno más. La
inclusión de estos alumnos en grupos normales se puede
considerar como muy conveniente y cuanto antes mejor, es
decir, desde el primer año de Educación Infantil. De esta
manera, los alumnos afectados por el Síndrome y el resto del
grupo, se beneficiarían mutuamente. Y, por supuesto que las
promociones se realicen con el mismo grupo.
Lo más grave para estos alumnos es verse rechazados. Por lo
tanto es lo que hay que evitar. En las escuelas este
problema está totalmente resuelto. Y la sociedad, en algunos
casos, quizás tengamos que seguir aprendiendo, para que no
ocurra, como hace unos años, que una joven con el síndrome
de Down, que fue invitada a abandonar las primeras filas de
asistentes a un programa de TV, que la trataron como si
fuera alguien poco estético y que no merecía estar en la
primera fila.
En nuestra sociedad un caso como el de Pablo, convertido
ocasionalmente en actor de cine y universitario, no lo
encontramos, pero sin duda hay numerosos casos de chicos y
chicas que se encuentran desarrollando actividades laborales
en distintas profesiones, dependiendo económicamente de
ellos para llevar una vida normal.
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