Hace poco tiempo me contaban que un dependiente de Cádiz
había sorprendido a un joven rayándole el escaparate de su
tienda recién remozada. El muchacho, lejos de asustarse le
espetó al dependiente. “Como llames a la policía te denuncio
por malos tratos”. Hacía poco tiempo que en la puerta del
Congreso de los Diputados un joven marroquí detenido por
apuñalar a una turista comentó a la policía: “Bueno, como
soy menor de 18 años no iré a la cárcel”
Se han elaborado leyes de protección al menor que tratan de
defenderlo de malos tratos, abusos e injusticias, y esto ha
sido bien acogido por la sociedad; pero desde la entrada en
vigor de la Ley Penal del Menor, el 13 de enero del 2001,
numerosas asociaciones e instituciones de todo tipo e
ideología pidieron con urgencia una revisión de dicha ley,
por entender que deja desprotegidas a las víctimas y
prácticamente sin castigo a delincuentes y asesinos por el
solo hecho de ser menores de edad. La ley sin ser mala, está
en entredicho, entre otras razones, porque no se ha
desarrollado el reglamento que facilite la interpretación y
la ejecución de las medidas y no se han puesto todos los
recursos económicos y personales para su desarrollo. Estas y
otras consideraciones hacen que su aplicación sea complicada
y el menor tenga la sensación de impunidad ante el delito.
Esta sensación de impunidad se ha trasmitido a muchos de
nuestros jóvenes, cuando en su comportamiento diario, hacen
uso o abuso indebido de los medios que los mayores ponen a
su disposición, sin el más mínimo rubor ante la presencia de
otras personas. Si llegado el caso se le hace alguna leve
observación, lejos de sentir cualquier grado de
culpabilidad, lo habitual es recibir una contestación
despectiva, cuando no grosera. Parecen pensar: “Yo soy el
centro del universo, y todo y todos están a mi servicio”.
Esto coincide con los letreros a la entrada de una
importante urbanización de nuestras proximidades:
“Urbanización privada, absoluta preferencia de niños”.
Estas conductas vienen pues inducidas por la educación
doméstica. Sería injusto achacarlo a la instrucción escolar
donde son los propios profesores las primeras víctimas de
esta situación. Los padres deben enseñar a los niños a
defender sus derechos; pero simultáneamente deben
recordarles desde pequeñitos que también tienen deberes que
cumplir. El niño tiene obligación de obedecer a sus padres
mientras permanezcan bajo su potestad y respetarles siempre
(Art. 155.1 del C.C.) , de ir al colegio, de estudiar, de
comportarse adecuadamente con los otros alumnos y
profesores, de respetar a toda persona, en especial si es
mayor, de cuidar las propiedades ajenas públicas o privadas,
etc., etc., etc.
El imponer estas obligaciones, junto a las exigencias de sus
derechos, no solo no traumatiza al niño, sino que le sirve
para formarlo personal y socialmente y le ayuda a integrarse
en la sociedad de una forma natural, sin disputas y porfías.
Buena parte de los padres actuales practican la permisividad
como forma cómoda de contentar al hijo, cediendo a todos y
cada uno de sus caprichos, convencidos de que es una fórmula
de bondad, y por contra son capaces de salir en defensa de
sus incorrecciones, con frecuencia de forma violenta. ¿No es
esto educar en la impunidad?
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