Yo no soy persona de refranes.
Nunca me gustaron los “dichos sentenciosos de uso común”. Y
debo decir, cuanto antes, que no es por temor a que me
puedan decir que “Hombre refranero, maricón o pilonero”.
Porque nunca deseché el abrevar en buena fuente con la
nobleza del caballo y ese punto de higiene que tanto
distingue a tan bello animal. Pero insisto: los refranes me
parecen muy del campo.
Me encantan, sin embargo, las anécdotas. Historias cortas,
relatos breves, respuestas nacidas del ingenio de quien en
un momento determinado es poseído por la lucidez. Esa
especie de intuición cultivada que es capaz de soltar
entonces descargas de fulgores que están marcadas por el
demonio. En todo momento agudo.
Son ráfagas, muy brillantes, de burla o sorna, ironía o
sarcasmo, que llegan a penetrar en el cuerpo de los
contrarios con la misma facilidad que raja el bisturí o la
buena chirla albaceteña. Pues bien, de entre cantidad de
anécdotas me encantan las parlamentarias. Porque, aunque
tengamos tan mal concepto de los políticos, no cabe la menor
duda de que los ha habido –y los hay- dotados de cacumen y
gracia incomparables.
Podría ahora mismo, si tuviera más espacio, contar anécdotas
varias de políticos que, en cuanto abrían la boca, dejaban
en ropas menores a sus adversarios. Hablando de ropas
menores, me van a permitir que les cuente lo ocurrido, en
cierta ocasión, en el Parlamento español, cuando la Segunda
República. Aunque es una anécdota tan contada, por ser de
cajón, que tengo la completa certeza de que todos ustedes se
la saben de memoria.
Vayamos con ella. En cierta ocasión, le dijeron a José
María Gil- Robles en el Parlamento:
-Su señoría es de los que, todavía, usan calzoncillos de
seda.
En el hemiciclo, seguramente los diputados contrarios
batirían palmas y corearían sin cesar la ocurrencia de su
compañero de bancada. Y hasta estoy por afirmar -porque 75
años después, más o menos, estas cosas siguen ocurriendo-
que incluso el presidente del Congreso intervino para acabar
con una algarabía que bien pudo ser tachada de espantosa por
los cronistas de la época.
Y tampoco cuesta ningún trabajo adivinar el silencio
mantenido por Gil-Robles en el atril o en su propio escaño,
esperando pacientemente a que el silencio se hiciera en el
salón de sesiones, para responderle al hombre que lo mismo
que había hablado de sus calzoncillos podría haberse
referido a sus bajos.
Me imagino al dirigente de Acción Popular relamiéndose los
labios de placer, porque el alboroto que no cesaba le estaba
permitiendo eludir el tumulto interior. Le estaba
proporcionando la oportunidad de desprenderse de la ira
momentánea. Porque el enfado y la rabia hay que escucharlas,
y elegir como exteriorizarlas de manera que uno no se haga
daño a sí mismo ni a quienes no tienen culpas.
Así, aplacado y con la sonrisa bailándole en la comisura de
los labios, soltó por la boquita el diputado que iba cogido
de la mano de Herrera Oria:
-No sabía que la esposa de su señoría fuese tan indiscreta.
Y, claro, en el hemiciclo se armó un escándalo mayor que
cuando se le dijo a José María Gil-Robles que usaba
los calzoncillos de seda.
Creo, Vicente Álvarez, que habrás entendido... Pero
no te aflijas. Que uno sigue siendo un caballero en todos
los sentidos.
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