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OPINIÓN - MARTES, 29 DE SEPTIEMBRE DE 2009

 

OPINIÓN / EL OASIS

Los calzoncillos de seda
 


Manolo De la Torre
manolodelatorre@elpueblodeceuta.com
 

Yo no soy persona de refranes. Nunca me gustaron los “dichos sentenciosos de uso común”. Y debo decir, cuanto antes, que no es por temor a que me puedan decir que “Hombre refranero, maricón o pilonero”. Porque nunca deseché el abrevar en buena fuente con la nobleza del caballo y ese punto de higiene que tanto distingue a tan bello animal. Pero insisto: los refranes me parecen muy del campo.

Me encantan, sin embargo, las anécdotas. Historias cortas, relatos breves, respuestas nacidas del ingenio de quien en un momento determinado es poseído por la lucidez. Esa especie de intuición cultivada que es capaz de soltar entonces descargas de fulgores que están marcadas por el demonio. En todo momento agudo.

Son ráfagas, muy brillantes, de burla o sorna, ironía o sarcasmo, que llegan a penetrar en el cuerpo de los contrarios con la misma facilidad que raja el bisturí o la buena chirla albaceteña. Pues bien, de entre cantidad de anécdotas me encantan las parlamentarias. Porque, aunque tengamos tan mal concepto de los políticos, no cabe la menor duda de que los ha habido –y los hay- dotados de cacumen y gracia incomparables.

Podría ahora mismo, si tuviera más espacio, contar anécdotas varias de políticos que, en cuanto abrían la boca, dejaban en ropas menores a sus adversarios. Hablando de ropas menores, me van a permitir que les cuente lo ocurrido, en cierta ocasión, en el Parlamento español, cuando la Segunda República. Aunque es una anécdota tan contada, por ser de cajón, que tengo la completa certeza de que todos ustedes se la saben de memoria.

Vayamos con ella. En cierta ocasión, le dijeron a José María Gil- Robles en el Parlamento:

-Su señoría es de los que, todavía, usan calzoncillos de seda.

En el hemiciclo, seguramente los diputados contrarios batirían palmas y corearían sin cesar la ocurrencia de su compañero de bancada. Y hasta estoy por afirmar -porque 75 años después, más o menos, estas cosas siguen ocurriendo- que incluso el presidente del Congreso intervino para acabar con una algarabía que bien pudo ser tachada de espantosa por los cronistas de la época.

Y tampoco cuesta ningún trabajo adivinar el silencio mantenido por Gil-Robles en el atril o en su propio escaño, esperando pacientemente a que el silencio se hiciera en el salón de sesiones, para responderle al hombre que lo mismo que había hablado de sus calzoncillos podría haberse referido a sus bajos.

Me imagino al dirigente de Acción Popular relamiéndose los labios de placer, porque el alboroto que no cesaba le estaba permitiendo eludir el tumulto interior. Le estaba proporcionando la oportunidad de desprenderse de la ira momentánea. Porque el enfado y la rabia hay que escucharlas, y elegir como exteriorizarlas de manera que uno no se haga daño a sí mismo ni a quienes no tienen culpas.

Así, aplacado y con la sonrisa bailándole en la comisura de los labios, soltó por la boquita el diputado que iba cogido de la mano de Herrera Oria:

-No sabía que la esposa de su señoría fuese tan indiscreta.

Y, claro, en el hemiciclo se armó un escándalo mayor que cuando se le dijo a José María Gil-Robles que usaba los calzoncillos de seda.

Creo, Vicente Álvarez, que habrás entendido... Pero no te aflijas. Que uno sigue siendo un caballero en todos los sentidos.
 

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