Hubo un tiempo en esta ciudad que
los comercios aparecían por la mañana con las cerraduras
obstruidas. Con el fin de que a sus propietarios les entrara
el canguelo y aceptaran las condiciones impuestas por un
grupo a cuyo frente estaba alguien que todos conocíamos.
Hubo un tiempo en esta ciudad, donde las paredes del
edificio en el cual se encontraban todas las secciones del
medio más antiguo amanecían con pintadas indignas y
escabrosas contra el propietario. Obscenidades causantes de
repugnancias. Y que obligaban a los empleados de Limpiezas
Trinitas a trabajar a destajo para evitar que la gente
acudiera a la fachada para pasárselo en grande, haciendo los
consiguientes sarcasmos de las pintadas. Pintadas que se
extendían también por otros negocios y empresas marcados
negativamente por el sujeto jefe de la cosa.
Hubo un tiempo en esta ciudad en el cual se atentaba contra
las antenas de las emisoras de radio que estaban mal vistas
por ese grupo que implantó el terrorismo casero, demostrando
que andaban sobrados de fuerza para imponer sus deseos
recaudatorios a cualquier precio.
Hubo un tiempo en esta ciudad en que tales individuos
gustaban de hacer pintadas nocturnas contra quienes les
parecía. Frases ofensivas, ultrajantes, odiosas: improperios
concebidos por mentes enfermas y cobardes, dado que el jefe
de la cosa y sus adláteres seguían en coche y desde lejos el
trabajo de sus mercenarios y luego se iban a comer un pollo
frío a altas horas de la noche para celebrar la hazaña (!).
Eran los mismos que luego pasaban la bandeja a los
empresarios de turno y se aseguraban, por medio de la ley
del miedo, una pasta gansa que se repartían entre dos o
tres. Eran los mismos que hicieron trampas, muchas trampas,
cuando se vieron cobijados por la oficialidad de sus cargos.
Pues bien, aunque estas personas nunca han dejado de ser lo
que eran, al menos parecían que estaban dispuestas a
olvidarse del terrorismo local, en forma de distribuir
panfletos contra las autoridades y contra todos aquellos que
no pudieran combatir en corto y por derecho. Hasta hace unos
días. Que han vuelto a ensañarse con el presidente de la
Ciudad y el Delegado del Gobierno por medio de lo que ellos
llaman cuartillas anónimas.
A mí, ante esa villanía, sólo se me ocurre copiar
literalmente un párrafo obtenido de un libro que he acabado
de leer y cuyo autor es Antonio Aróstegui. Persona
que durante muchos años tuvo a bien ser carlista de tomo y
lomo y que nunca creyó en la reinserción de los presos y sí
en el castigo del ojo por ojo y diente por diente. Era
partidario de la pena de muerte. De la que, según sus
palabras, no debía “escapar nadie que haya ocasionado graves
daños políticos, físicos, psíquicos, económicos o morales a
las personas, a la sociedad, a las instituciones, al Estado,
a la naturaleza... y cuando digo nadie quiero decir todos
incluso los más altos cargos políticos, jurídicos,
empresariales, religiosos, militares...”.
Con todos mis respetos a la libertad de expresión, a mí esa
forma de pensar me parece troglodita. Y, sobre todo, tengo
la impresión de que el autor de ‘El libro de las vivencias,
de las obras no escritas y del llanto (a modo de
“memorias”)’ desconocía la política ceutí, destinada a
quitar honras mediante panfletos vejatorios.
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