A la hora prevista, me senté en
cómodo asiento de la salita de estar y fui televidente de la
Fiesta Autonómica celebrada en el magnífico Patio de Armas
de Las Murallas Reales. De modo que un año más dejé de
presenciar el acontecimiento en el propio lugar. Pero,
gracias a las cámaras de televisión, durante su recorrido
por el escenario, pude observar que los asistentes, salvo
excepciones, seguían siendo talluditos. Es decir, que los
jóvenes continúan desertando de una fiesta que debería ya
haber arraigado en muchos de ellos.
Un punto de vista que para muchos no tendrá la más mínima
importancia. Y hasta dirán que allí estaba el público que
tiene que estar, junto a las autoridades locales y las
foráneas invitadas y los premiados y sus familiares. Pero
créanme que en el recinto, tan extraordinario, se palpaba un
estado de solemne quietud que otorgaba al ambiente un aire
de ranciedad que convendría erradicar en próximas ediciones.
Sí, ya sé que no es tarea fácil cambiar el guión
establecido. Alterar las costumbres mantenidas desde que el
GIL, tan amante de los espacios libres donde exponer sus
grandezas, decidió celebrar el primer Día de Ceuta. Mas es
conveniente recordar que el Ayuntamiento cuenta con asesores
suficientes para que se calienten el magín buscando
soluciones a fin de levantar el espíritu de la reunión en
tan hermoso lugar. De lo contrario, la rutina, demoledora en
todos los aspectos, irá agrietando los cimientos de tan
destacada celebración. Y sería una pena que cada año fuera
un calco del anterior y así hasta que un buen día ni
siquiera las personas talluditas se sintieran atraídas por
el espectáculo.
El espectáculo tiene como actuación estelar las entregas de
las Medallas de la Autonomía a las personas e instituciones
que fueron propuestas en su momento y consiguieron el
beneplácito de quienes aprueban la distinciones. Y cabe
decir que hay varios momentos donde el ambiente sube de
tono: primero, cuando el vicepresidente de la Ciudad,
Gordillo, expone los méritos de los galardonados;
segundo, cuando el presidente de la Ciudad, Vivas,
entrega las medallas; y tercero, la expectación que causa lo
que puedan decir los elegidos, como agradecimiento a la
concesión.
En esas palabras de agradecimiento de los premiados se ve,
más veces de las debidas, que no han puesto el interés
suficiente para decir lo que deban decir, acorde con su
facilidad de palabra y preparación, llegado el momento de
situarse ante el atril. Una actitud que nos parece
inapropiada. Y aunque no entra en nuestros deseos que todos
los oradores emulen a Castelar, al menos sí tendrían
que hacer un esfuerzo para hablar lo justo y evidenciar que
se han preocupado de estar a tono con el acontecimiento.
Lo ideal sería, por la veracidad que otorga el hablar sin
papeles, que las personas distinguidas improvisaran. Pero
algunas confunden improvisación con anarquía y terminan
perdidas. Porque desconocen que las improvisaciones han de
ser muy trabajadas. La Ciudad podría ayudar en este
menester.
Ah, las palabras de un premiado, hablando sobre la luz que
nos ha de guiar hasta el fin de nuestros días, me hicieron
pensar, no sé por qué, en aquella lucecita que siempre
permanecía encendida en una habitación de El Palacio de El
Pardo para iluminar la senda moral de España y de los
españoles.
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