Aquellos niños de mi generación,
esa generación perdida que nació después de la guerra, que
pasó más hambre que un caracol en un espejo, nos cabe el
orgullo de haber sido los pioneros, sin tener nada de nada,
de haber preparado la España, para esa generación posterior,
que se encontró el camino hecho con un futuro mucho mejor,
infinitamente mejor, que el que nosotros tuvimos, porque
nuestra juventud poco futuro tuvo.
Toda la niñez y la juventud de mí época, teníamos nuestras
ilusiones centradas en ser militar, bombero, futbolista o
torero, algo que nos permitiera tener el pan asegurado y
poder formar una familia.
Los niños de aquella época, no teníamos nada, ni un mal
juguete con el que entretenernos y matar el hambre. Por el
contrario teníamos algo tan importante, como era la
inteligencia, para sacar de la nada esos juguetes que nos
faltaban. Soñar con tener una pelota era, eso, un sueño. Y
los sueños, ya lo dijo Calderón, sueños son.
Y ahí es donde entraba en juego nuestra imaginación. Una
media vieja, papeles rebuscados en la basura, un culo de
pollo bien hecho y ya teníamos nuestra pelota, que incluso
botaba y todo. Partido al canto, descalzos sobre unas calles
de adoquines, teniendo cuidado de no estropear nuestras
alpargatas. De ahí lo de jugar descalzos.
Tres rodamientos, una tabla y un trozo de goma, usado como
freno y a pasearnos en nuestro flamante vehículo último
modelo. Unas fichas machacadas, con las que se podían hacer
varios juegos, un encuentro de fútbol, una carrera ciclista
y jugar al hoyo. El aro, el trompo y las bolas fueron otros
de nuestros compañeros de juego.
Y entre juego y juego el colegio, al que no se podía faltar.
Y así usando nuestra imaginación y nuestra poca o mucha
inteligencia, combinando juego de nuestra creación y
estudios íbamos avanzando por la vida, siempre con la mente
puesta en encontrar un trabajo, cuado terminásemos nuestros
estudios.
Con nuestro esfuerzo y un enorme sacrificio, muchos de
aquella generación perdida, conseguimos echando más hora que
un reloj, que nuestros hijos, los hijos de los trabajadores
llegasen a la universidad y se labrasen un porvenir muy
superior al que nosotros tuvimos.
Creamos una nueva generación de universitarios, que viendo
los sacrificios de sus padres, consiguieron llegar a ser
médicos, arquitectos, abogados, ingenieros, o àparejadores
y, en algunos de los casos, años más tardes, se convertían
en profesores de universidad.
Ese es el orgullo que nos queda a los niños de la generación
perdida, aquellos niños que no tuvieron nada y de esa nada
fueron capaces de crear cosas, para su entretenimiento,
echando los cimientos para un mejor nivel de vida de las
generaciones posteriores.
Conseguimos poner nuestro cimiento y ahí ha quedado eso para
nuestro orgullo de ver a nuestros hijos ser más de lo que
nosotros fuimos. Creo, con toda sinceridad, que aquella
generación perdida, merecemos un respeto.
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