El planeta es un jardín cuajado de
sentimientos. Los hay buenos y los hay malos. En cualquier
caso, todos necesitamos sentir o sentirnos vivos. En agosto
de 1989, hace ahora justo veinte años, millones de personas
unieron sus sentimientos hasta dar vida a una kilométrica
cadena humana que atravesaba Estonia, Letonia y Lituania,
para llamar la atención sobre la situación de los países
bálticos y encomendar a la memoria el 50 aniversario del
pacto Molotov-Ribbentrop entre la Alemania de Hitler y la
Unión Soviética de Stalin, que condujo a la ocupación de los
tres Estados.
Aquella serie de pasiones, símbolo de la solidaridad entre
los pueblos bálticos en su lucha por la independencia, puso
en pie el sentimiento demócrata, la sana costumbre de
someterse a las opiniones de todos y de dar rienda suelta a
las energías de toda persona. Más allá del sentimiento
patriótico germinó el sentimiento humanitario de la
libertad. Se dejó atrás el orgullo que cierra fronteras y
abre frentes, que devalúa a los demás por el hecho de pensar
diferente. Ha sido, desde luego, una gran lección para el
mundo. Deberíamos tomar cuenta de esta hazaña pacifica y
pacificadora. Por desgracia, en nuestra cultura a veces se
acrecientan unos sentimientos nacionales (o nacionalistas)
que lo único que fomentan es la crispación, la falta de
generosidad y la exclusión. Testimonios como el de esta
cadena humana nos instan a pensar que debemos reeducar los
sentimientos y estar atentos, más que por las palabras que
se digan, a juzgar los sentimientos por los actos que
generan.
Decía Federico García Lorca que “el más terrible de los
sentimientos era el sentimiento de tener la esperanza
perdida”. Y es cierto, la ilusión nos invita a despertar
pasiones, siempre necesarias para salir de los déficits de
humanidad, tan propicios a gestarnos un corazón de lápida.
Por cierto, el término “pasiones” pertenece al patrimonio
del pensamiento cristiano. Los sentimientos o pasiones son
una creación cultural, o una recreación mística, que
designan las emociones o impulsos de la sensibilidad que
inclinan a obrar, o a no obrar, en razón de lo que es
sentido o imaginado como bueno o como malo. No es suficiente
para acallar los ánimos anclados en los sentimientos,
templar las guerras (frías o calientes), atenazar las
luchas, imponer treguas a cualquier precio o amedrantar
relaciones; no basta una paz impuesta, ni una paz recetada
por ordeno y mando; hay que tender a una paz deseada,
conseguida libremente, fraternizada por el sentimiento
pacificador, es decir, avivada en la reconciliación de los
esfuerzos y valores.
Las multitudinarias imágenes servidas a los cuatro vientos,
escalando y desgarrando el muro de Berlín en noviembre de
1989, se han convertido en un icono pacifista. Sin embargo,
a menudo se olvida que el primer sitio en el que cayó el
Telón de Acero fue en las afueras de Sopron (Hungría), en la
frontera con Austria, en el verano de 1989. El Telón de
Acero simbolizaba la división ideológica y física entre la
Europa oriental y occidental desde el final de la Segunda
Guerra Mundial hasta el final de la Guerra Fría. Tan solo
hace dos décadas los europeos no podían viajar, hablar o
incluso reunirse libremente, y cientos de personas perdieron
la vida intentando escapar a los territorios occidentales.
En ese mundo nuevo que todos deseamos, más que asociar
Estados hay que asociar sentimientos e interiorizarlos como
mística común; de lo contrario, el ser humano seguirá
prefiriendo hallarse con su propio perro antes que con una
persona extraña. Esta interiorización de la armonía como
pasión es lo que hace madurar el auténtico progreso de la
especia humana y del mundo.
No hay verdadero avance mientras los sentimientos de estima
por el ser humano permanezcan devaluados. A diario miles de
personas se sienten obligadas a abandonar sus hogares por
contiendas. Otros padecen hambre de todo: de justicia, de
libertad, de alimentos. Esta es la realidad, fruto de una
nefasta interpretación de los sentimientos humanos. Pienso
que es urgente contraponer a la escasez de principios
humanizadores, a mi juicio inhumanidad activada porque sólo
se mide a las personas por el criterio del éxito, una
educación sensible a la persona, con capacidad de
discernimiento entre la verdad y el error, el bien y el mal.
Cuando se pierde el sentimiento más puro, el del amor
incondicional y desinteresado, el interés por los objetos
que nos rodean, se hunde hasta el sentido común, nada se
siente. Por ello, estimo tan urgente como necesario,
analizar los sentimientos para reanalizar el mundo, lo que
conlleva reiniciar un nuevo modo de vivir, a sabiendas que
nuestro conocimiento tiene su origen en las conmociones
vividas y en las emociones sentidas.
Si el planeta, pues, está desbordante de sentimientos,
tendremos que buscar los puntos coincidentes para
conducirnos por la vida. Sólo los níveos sentimientos pueden
encadenarnos a buscar soluciones apaciguadoras. Apostemos,
en consecuencia, por cadenas humanas que pongan tranquilidad
en un mundo convulso. El mundo no arranca hacia la paz por
más que hablemos de paz. Claro, únicamente de boquilla.
Hasta hemos perdido el sentimiento del poeta que llevamos
dentro. Con estas mimbres, más pasivas que una piedra, el
cuento del desarme no pasa de ser literatura. A los hechos
me remito. Prosigue en el tiempo la falta de consenso entre
países y resulta, casi un imposible, seguir avanzando hacia
un mundo libre de armas nucleares, cuando ni queremos oír
los nobles sentimientos del alma. Al final uno acaba
pensando, que el sentimiento del ojo por ojo y diente por
diente, continúa en pie de guerra. ¡Cuántas proclamas necias
envuelven aún los sentimientos!
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