Recibo una tarjeta de un don nadie
aborregado, fechada en no se sabe que lugar, diciéndome:
estoy retirado desde hace unos días para no pensar en nada
ni en nadie. Es el verano de mi vida. Y uno lo primero que
piensa, que sí piensa, es que se ha olvidado de vivir o es
un cobarde de tomo y lomo. Con la lucidez que da el hábito
de pensar, cuesta entender tal absurda decisión, máxime
cuando llevamos impreso en el alma, el obrar como ciudadanos
de pensamiento. Efectivamente, pensar es un deber en todo
tiempo y en todo espacio; fracasado aquel que cierra los
ojos a la luz y pasa de la vida que, por si misma, ya es
puro pensamiento. Díganme, sino, ¿cuál es el principio
básico de todo ser humano que se precie serlo, sino
esforzarse en pensar honradamente? La vida nos dicta ser
hombres de acción capaces de dirigirnos, no que nos dirijan,
lo que exige ponderar, recogerse, concentrarse,
ensimismarse, rumiar, deliberar, hablar consigo mismo y
moverse en las ideas, cada uno en la suya y todos en la de
todos, porque realmente lo que nos separa es la usura, no
son las concepciones, por muy dispares que nos parezcan.
En la vida siempre hay que pensar. El pensamiento no toma
vacaciones. ¿Cómo no pensar en el fin de los excluidos, en
el fin de las armas, en el fin de la discriminación racial,
en el fin del hambre, en el fin de los abusos de los
derechos humanos, en el fin del trabajo forzoso e infantil,
en el fin de nuestro propio fin? Uno no se puede olvidar de
pensar, porque además somos pensamiento, y debemos serlo
libre de ataduras. Hay que pensar en el día de hoy y en las
épocas que continuarán de hoy en adelante en nuestras vidas.
Nos invaden conocimientos de aquí y de allá, pero no siempre
la solidez del pensamiento, ni tampoco siempre la certeza de
dejar pensar. Debemos pensar en el tiempo, en nuestro
hábitat, en que cumplimos nuestra obligación de dar fuelle a
la verdad. El fuego de la mentira nos circunda y lo malo es
que arrastra complicidades que acaban dominándonos. Es la
cultura de la idiotez que tanto gobierna al mundo.
El ser humano tiene que pensar más en la vida. Quien no ama
la vida, no la merece; dijo Lope de Vega. La vida se ha
depreciado y despreciado como nunca. Lo verdaderamente cruel
es que haya dejado de ser un valor absoluto. Se oculta, se
deforma, se le imprime una semántica vulgar, como puede ser
matar a los indignos de vivir, la mentalidad favorable al
aborto o aquellas miles de vidas que a diario son
menospreciadas, violentadas, tratadas como mercancías de
usar y tirar. Es tan justo como preciso pensar en estas
locuras del género humano para poder cambiarlas. Esto no es
filosofía, sino la realidad pura y dura. Con razón y
justicia, la ONU al celebrar el 60º aniversario de las
cuatro Convenciones de Ginebra, Ban Ki-moon subraya su
relevancia y su importancia para la protección de la vida y
la dignidad humanas en situaciones de conflicto armado.
Sembrar declaraciones como ésta a nadie debe dejarnos
indiferentes. Lo peor que puede pasarle a un ser humano es
acostumbrarse a convivir con las aberraciones. El no y el
sí, aunque breves en el decir, se alargan con el
pensamiento. Tomar su tiempo para poder discernir requiere
pensar. Hemos de hacerlo. Sin duda, el trabajo más difícil
que existe es el de pensar alto y libre, porque se expone
uno a las balas del odio y la venganza; pero es un trabajo
al que todos estamos llamados por el hecho de ser personas
pensantes.
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