Las fiestas son para el verano.
Para disfrutarlas al aire libre. Para vivirlas sin necesidad
de tener que soportar los terribles efectos de esos aires
acondicionados que parecen estar controlados por individuos
que tienen la bilis revuelta por tener que trabajar mientras
los demás se divierten en locales cerrados.
Hace pocos días estuve en una cuchipanda donde si llego a ir
sin chaqueta, créanme, me pongo a tiritar de frío como me
pasaba cuando me tocó vivir en mis años mozos en tierras
salmantinas. Con la diferencia de que aquel frío de Béjar
era seco y limpio como los chorros del oro.
Las ideas de aquel frío se venían venir. Las del aire
acondicionado llegan, casi siempre, atiborradas de malaúva y
sucias hasta dejarte el organismo hecho un higo. ¿Se han
preguntado ustedes si los aparatos del aire acondicionado, y
cuantos elementos le conciernen, son revisados tal y como
mandan las normas?
Yo me echo a temblar cada vez que tengo que ir a un sitio
donde lo primero que destacan es el buen funcionamiento del
aire acondicionado. O sea, que llego encomendándome a todos
los santos para que lo que me ocurra a partir de entonces
sea leve. Pero no me salvan ni las oraciones. Y lo único que
me queda es contar con la suerte de que el trancazo cogido
sea de dos estrellas o tres como máximo, mas nunca de cinco.
De modo que cuando Raimundo Romero me dice que ya puedo
pasar por la secretaría del Centro Gallego para retirar,
mediante pago, cual debe ser, las tarjetas para asistir a la
cena en honor de Santiago Apóstol, acudo con prisas a
recogerlas y con la ilusión de saber que la fiesta será al
aire libre: nada más y nada menos que en la explanada de Las
Murallas Reales.
Menudo escenario el de estas Murallas... Qué lujo. Qué
gozada es disfrutar de una fiesta en ese sitio. El cual, lo
he confesado en ocasiones, está hecho a la medida para que
quienes padezcan de agorafobia (temor a los espacios
abiertos) encuentren en él remedio a ese mal.
El calor se había dejado sentir con fuerza el sábado pasado.
Y a las diez de la noche aún se notaba el ambiente caldeado.
Pero en cuanto los comensales nos fuimos sentando a la mesa
que nos habían designados, empezamos a disfrutar de un
microclima estupendo. Ni siquiera un abanico asomó la gaita.
Aunque sí echamos de menos a los gaiteros. Y bien que se
lamentaba ese magnífico anfitrión que es Raimundo. Quien
volvió a deleitarnos con el ritual que nos ofrece a medida
que se fabrica La Queimada. Esos momentos son, sin duda,
cuando nuestro amigo se crece hasta el punto de que todos
damos ya por hecho que lo nacieron en Galicia.
Tampoco se le puede negar al secretario del Centro Gallego
la habilidad que tiene para distribuir a los invitados. Lo
que hizo posible que a Gloria, mi mujer, y a mí nos tocara
compartir mesa y mantel con Guillermo Velázquez y María del
Carmen; con Antonio Velázquez y María, y
Paco Albiñana con
María Antonia. Hablamos de todo. En esta ocasión, creo que
charlé de modo que sólo le gané a los puntos a Paco. Nos
reímos muchísimo. Y debo confesar que viéndoles
desenvolverse en la pista de baile, decidí dar unos pasos de
pasodoble cincuenta años después de haber dado los últimos.
Noche deliciosa. Compartida con magníficos contertulios. Y
sin aire acondicionado. Que no es moco de pavo.
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