Incendios forestales y verano se
han convertido, lamentablemente, en términos inseparables.
Las estadísticas revelan que la mitad de los incendios
registrados cada año en nuestro país se producen en julio y
agosto. Y España, cuyos recursos forestales ocupan casi la
mitad de su superficie y que alberga la mayor biodiversidad
de Europa, es uno de los países más afectados por los
incendios. Aunque el área media y total incendiada está
disminuyendo gracias a la mejora y ampliación de los medios
de extinción, el número de incendios crece cada año. A pesar
de que la naturaleza cuenta con sus propios mecanismos para
recuperarse tras la acción del fuego, la intensidad y
reiteración de los incendios están afectando a bosques y
fauna, que pueden necesitar hasta 120 años para recuperarse,
siempre que no hayan quedado irreversiblemente afectados. El
fuego reiterado merma la capacidad de la vegetación de
recolonizar el terreno, y los animales que no han muerto
migran a otras zonas. La erosión, por su parte, genera
suelos cada vez menos productivos y más áridos y se
incrementa el riesgo de inundaciones y sequías.
Los incendios dañan y arrasan. Afectan gravemente a los
ecosistemas. En Ceuta sólo en un mes los agentes de la
brigadas forestales han alertado en más de una treintena de
ocasiones de conatos de fuego extinguidos a los pocos
minutos o pocas horas después. Pero todo indica que las
llamas repentinas y de modo tan reiterado en una radio de
acción determinado no surjen al azar ni por la concurrencia
de situaciones que las provoquen a no ser que éstas sean
eminentemente provocadas. En cuyo caso, además de estar ojo
avizor, como lo están en las brigadas forestales, y rápidos
como lo están los bomberos, los agentes bien de la Judicial
o del Seprona de la Guardia Civil deben seguir las pistas de
quienes parecen empeñados en tener excesivamente
entretenidos a los bomberos a costa del daño que se le
produzca al monte y, por tanto, a la naturaleza. Quien esté
detrás de tanta locura debería acabar entre rejas.
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