Era un veinticuatro de julio de
hace veintisiete años. Y la gente llevaba ya muchos días
quejándose de la calor que hacía. Yo estaba alojado en el
Hotel La Muralla. Y aquella mañana, sábado por más señas, se
habían dado cita en Ceuta las mejores escopetas de
Andalucía. Dado que se competía en el tiro de pichón.
La animación en el hotel era mucha. Los tiradores se
desayunaban en la cafetería mientras conversaban sobre sus
aciertos en otras competiciones. Como había conocidos míos
entre ellos, yo les escuchaba atentamente. Aunque no
entendía cómo era posible que allí nadie contara nada más
que hazañas. Aunque enseguida dejé de pensar en la bien
ganada fama que tenían los escopeteros de apuntarse tantos
que nunca habían conseguido.
Pronto llegó Eduardo Hernández. Quien pocas veces
solía abandonar su lugar de trabajo a esa hora. Pero había
hecho una excepción, porque entre los tiradores había
también amigos suyos. Amistades hechas por él a través de
los años ofreciéndoles cobijo en el ‘Rincón del Muralla’.
Ejemplo de tertulia.
Aquella mañana se habló de fútbol. En principio, de la
alegría que nos causaba que Luis Jaramillo continuara
un año más como árbitro en Primera División. También
celebramos el ascenso de Chicón a Segunda División B. Y nos
sentó mal el descenso de categoría de Antonio Moreno.
Árbitro que era tan bueno técnicamente como capaz de
despilfarrar esa cualidad por sus desplantes. De modo que
Plaza, presidente del Colegio Nacional, lo había
fulminado sin contemplaciones.
Esa mañana conocí a Francisco Arrillaga:
Vicesecretario de los socialistas ceutíes. Que nos dijo que
‘el poder corrompe’. Y a una de las hijas de Eduardo:
Marián. Hipocorístico del que nunca supe si pertenecía a
Mariana. Era morena, de melena lisa y ojos almendrados. Su
cintura era leve. Con lo cual destacaban sus caderas
poderosamente. Y sus pechos, constreñidos por una blusa sin
mangas y con escote, pugnaban por recobrar su libertad.
Era desenvuelta y habladora y gustaba de conversar con los
amigos de su padre. Estaba casada con un militar a quien yo
aún no conocía. Y que ella me lo describió como bueno pero
soso hasta aburrir.
En un momento determinado, Eduardo nos dijo que se había
desatado el fuego que, desde muy temprano, era azote de los
árboles de la zona de El Renegado. Debido a que soplaba
viento de poniente. Aunque eran muchos los esfuerzos que
hacían los bomberos y los soldados de Regulares y de la
Legión que estaban entregados a la tarea.
La siguiente noticia fue dramática. El incendio se había
cobrado la vida de un soldado y había dejado a otros
malheridos. Y todo causado por el vuelco de un camión
cisterna. A partir de ese momento la ciudad quedó
conmocionada. Y el nombre del soldado fallecido corrió de
boca en boca: se llamaba Antonio Güeto. Y lo habían
nacido en Onteniente.
De aquel desgraciado accidente conservo aún el recuerdo de
la entereza mostrada por los padres de Güeto. Las lágrimas
del comandante general. Y la recuperación del soldado
Pérez.
Mucha era la calor que hizo entonces, como así nos lo ha
recordado Francisco Fernández, piloto del helicóptero
que trasladó el cuerpo del soldado fallecido a tierras
levantinas.
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