A mi regreso de mi breve estancia
en la Península, me entero de que D. Antonio Aróstegui había
fallecido. Para mí, una gran sorpresa, porque no imaginaba
que su salud no era la deseada. Pero terminó con él. Me
impactó enormemente la noticia.
Mi relación profesor/alumno se produjo en el cuso 1957-58,
en el Instituto “Siete Colinas”, donde él nos impartí clase
de Lengua y Literatura Española, en el Bachillerato
Nocturno.
En esta modalidad de Bachillerato, asistíamos un alumnado
procedente del mundo laboral. Alumnos que oscilábamos en
edades desde dieciocho años hasta los cincuenta –algunos con
unos años más-. Obreros, funcionarios, militares…Nos veíamos
en clase, con un horario de siete a diez de la noche.
Junto al desaparecido D. Antonio, tuvimos la suerte de que
nos atendiera un grupo de magníficos profesores: D. Jaime
Rigual, D. Rafael Peñalver, D. José Fradejas, D. Manuel
Gordillo, D. Carlos Posac, D. Luis Luna, la Sta. Filo… Todos
ellos excelentes profesores, muy entregados a su labor.
Nuestro grupo, uno de los más numerosos, procedíamos del
desaparecido Parque de Artillería. Todos, pues, obreros.
También lo era el formado por los militares. Todos con una
ilusión enorme de llegar a conseguir nuestro deseado diploma
de Bachillerato Elemental, fundamental para lograr nuestros
objetivos. Era, pues, un proyecto muy serio.
De D. Antonio, qué decir. Gran profesional y una gran
persona. Recuerdo que una noche de puro invierno, pese a la
inclemencia del tiempo, allí acudimos la mayoría de los
alumnos de la clase. D. Antonio se retrasó ligeramente,
venía “empapado” de la cantidad de agua que estaba cayendo.
Se disculpó por el retraso y nos elogió por nuestra
presencia. Y nos pusimos a realizar una redacción sobre
nuestra llegada al centro escolar, en noche tan lluviosa.
Pienso cómo sería el momento de su jubilación, después de
muchos años de dedicación a la enseñanza. Su despedida en su
Instituto. Con nostalgia, porque pensaría que ser “forjador
de hombres” es la más bella misión que puede tener una
persona. Creo, por otro lado, que, en su caso, no se
produciría desencanto alguno, porque no viera realizado el
proyecto de toda su vida… Y se marcharía, con su madurez
personal y profesional, ofreciendo a la sociedad sus mejores
frutos.
Profesores totalmente entregados, respetuosos y, de los
cuales recibíamos un trato preferencial. A la manera de
anécdota, quiero recordar la situación vivida por un
compañero. Era de los más estudiosos, pero ese día no
preparó su examen. Y se dispuso a hacerlo. Como no sabía
nada, tomó el recurso de copiarse, para lo cual era un
neófito. Pero algo tenía que hacer y se le ocurrió abrir el
libro y colocarlo en el suelo de la clase. El profesor,
desde su lugar de observación lo descubrió y, sin apenas
darse cuenta el resto de la clase, se acercó al inexperto
“copiador” y le dijo: ¡Compañero, se te ha caído el libro,
recógelo!. ¡Qué lección tan magnífica!. Después, el propio
alumno, habló con el profesor.
Acerté plenamente al enviarle uno de mis libros,
concretamente, el último, “Un antes y un después”. Esperé
pacientemente su opinión. Pasado un corto período de tiempo,
próximo a las últimas Navidades, una llamada telefónica me
produjo una enorme emoción. Era él, D. Antonio. Ya había
leído mi libro, mi modesta publicación, y me sometió a un
intenso interrogatorio. A parte de su contenido, que sí le
agrado, sobre todo, sabiendo que estaba enfocado en torno a
la escuela. Le llamó poderosamente la atención la labor que
yo había realizado para llenar sus páginas de gran cantidad
de alumnos, que habían pasado por mis aulas. Reconociendo el
esfuerzo que yo había hecho para convertir a mis alumnos en
autores y protagonistas…
Para mí, la llamada de D. Antonio, significó una especie de
“aguinaldo” por producirse en esos días de Navidad, y un
estímulo enorme al indicarme que continuara con la
elaboración de otros libros con el mismo tema. Con los
deseos de unas “Felices Navidades”, D. Antonio se despidió.
Se nos ha ido D. Antonio. Una vida dedicada a la enseñanza,
en la que valoró mucho su responsabilidad. Fue ante todo un
hombre entusiasta, que contagiaba su gran vitalidad y sus
grandes valores, entre los que le rodeaban. Se nos ha ido
con la elegancia, el silencio y la humildad, -el que fue tan
grande- con la que supo siempre rodear su ejemplar
existencia. Por eso no me parece acertado exponer aquí y
ahora, la lista de sus méritos profesionales, libros,
artículos, charlas… Otros hablarían de él con más autoridad
que yo.
Siempre destacó por su entrega y dedicación, por la
brillantez de sus ideas, por su gran capacidad de superación
y por su aportación incansable al mundo de la enseñanza.
Pienso que muchos de sus alumnos hoy, con nostalgia y
tristeza, les habrán llorado, a ese hombre inteligente,
profesional, dinámico, que se crecía ante las dificultades.
Y muy especialmente aquellos alumnos de la “gran oportunidad
nocturna”, le echaremos de menos.
Por último, ya sólo me queda mandar un saludo lleno de
admiración y respeto a su familia.
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