Desconozco tu rostro, pero te imagino como la mujer más
hermosa que conozco, con unos ojos empañados tras el color
cobrizo que deja el llanto y con unas mejillas azotadas, de
un color rojizo, vapuleadas por el dedo acusador del
soberbio. Fuiste un bebé hace 22 años, pasaste una infancia,
más o menos difícil, pero llena de sobresaltos, como tu
adolescencia, la que acabas de abandonar siendo una cría. Te
enamoraste y te enamoraron. Se lo ocultabas a tus padres,
pero se lo contabas a tu mejor amiga en la clandestinidad
que permite el cuarto de baño femenino de un instituto.
Maduraste rápido, tuviste las ideas claras y fuiste
valiente, perseverante, terminando la diplomatura con los de
tu promoción, siendo al fin y al cabo una chica normal. Tus
calificaciones en los exámenes y tus ansias por colaborar en
este país repleto de políticos mentecatos te valieron para
conseguir un puesto de trabajo en el Gregorio Marañón, el
hospital de los hospitales, el que cada dos por tres es
adulado en los telediarios. Allí llevabas poco tiempo,
estabas contenta, muy contenta, aunque pronto empezaste a
criticar, menos clandestinamente esta vez, las deficiencias
de un hospital infalible y carismático que rebajó el
idealismo que profesabas a la Medicina. Lo típico. Pero ser
una más del gremio te hacía feliz. Te fijabas en las
veteranas y actuabas como ellas, aunque por dentro gozaras
de cada minuto como la que más, porque estabas trabajando en
medio de una crisis que a ti ni te iba ni te venía, pero
contra la que luchabas con tu modesto salario de
principiante. Y de mierda. Hacías lo que te habían enseñado
en la facultad y esa felicidad era incomparable al dinero,
que sólo te ha servido para comprar ropa, ponerte guapa los
sábados y planear tu primer viaje, soñar tu primer coche o
tu independencia. Podrías haberte escondido tras las
cortinas del paro, en un escenario anónimo, improductivo,
acudiendo al papel de víctima de la sociedad y chupando de
la sangre que ofrecen los políticos a cambio de votos. Pero
elegiste el papel más difícil y el escenario más honrado.
Te atribuyen la muerte de Rayan, un sietemesino al que otros
ya habían matado antes y que no hubiera muerto si a la madre
la hubieran atendido la primera vez que acudió al hospital.
Todos lanzamos la piedra, primero, el padre de Rayan con su
maleducada tristeza, que ya no tendrá derecho a equivocarse
nunca. Ahora te miramos a ti, tan pequeña y tan hermosa
dentro de la incubadora, padeciendo el mundo real que te ha
rebanado la niñez y que dejará diminuto cualquier
sufrimiento anterior. Por Dios que salgas viva, enfermera, y
que vuelvas a enamorarte de todo, ya hecha mujer.
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