Un hombre callado sigue siendo un
mono ingenioso e industrioso. El mono también tiene
silencios pensativos y ocurrentes. Sólo el habla, que es
exterioridad, nos salva de ese viaje hacia atrás,
antropológico, que se produce en silencio y en el silencio.
No sé a quién estoy parafraseando. Aunque el párrafo hace ya
mucho tiempo que me lo aprendí de memoria. El que se me haya
olvidado el nombre de su autor, importa bien poco.
Para quien escribe diariamente, es decir, para el esclavo de
la columna, guardar silencio en ocasiones es tarea que le
hace sentirse mal. Al menos, a mí me sucede. No me extraña
que insignes escritores, en cualquier época, hayan desechado
enfrentarse al artículo de cada día por la tiranía de un
horario de entrega y por el miedo, sobre todo, a tener que
escribir con tientos suficientes como para no ser
censurados.
Los políticos que se toman a mal las críticas, seguramente
tienen algo que ocultar. Y, desde luego, quedan retratados
de mala manera ante los ojos de quienes solemos enterarnos
de que usan todas las artimañas, habidas y por haber, para
que su figura, caso de salir en los periódicos, sea, sólo y
exclusivamente, para celebrar que son unos estupendos y
eficaces gestores y que viven entregados a su tarea
-sacrificándose hasta extremos insospechados-, debido a que
aman a los prójimos, como a ellos mismos.
Mas en cuanto el guión no camina por la senda que ellos se
han trazado, los hay que ponen el grito en el cielo y lo
inmediato es tachar al columnista de formar parte de una
facción del gobierno a que pertenecen, porque ésta la tiene
tomada con ellos. Es decir, que actúan peor que los tontos
más celebrados; esos tontos que destacan por serlo con
balcón a la calle (Antonio Burgos, dixit).
Esos tontos, cuyos nombres omitiré para que no se les
alteren los pulsos y comiencen a meter la pata. Y, por
encima de todo, para evitar que los pobres sufran merma en
su capacidad de rendimiento y tarden, nada y menos, en
echarme las culpas de su mal estado anímico. Un estado
psíquico, tan desosegado, que les deja abismado al abandono.
Sin tan siquiera ganas de mirarse en el espejo. Con lo
coqueto que son algunos. Eso sí: lo que no pierden son las
ganas de que llegue el fin de semana para salir pitando
hacia el sitio de recreo donde disfrutan por todo lo alto
del bienestar social que han conseguido como políticos
profesionales. Aunque sin cumplir, muchos de ellos, con lo
que abarca la palabra profesional: personas que cobran para
tener un perfecto conocimiento del oficio que desempeñan.
Conocimiento perfecto del oficio desempeñado es lo que
cabría exigirles a todos los políticos que nos gobiernan. Y
es que ser y comportarse como hombre público no está al
alcance de cualquiera. Por más que lleve pegado en la frente
un título de abogado, de economista o que haya viajado en
globo. Sí, ya sé que ustedes, queridos lectores, están
acostumbrados a que en esta columna se personalice y se
destaquen con negritas tales personalizaciones. Pero hoy,
por motivos obvios, debo prescindir de ese adorno. Pues lo
que trato es de decirles a los gobernantes del PP, que bien
ésta que yo reconozca que todavía no tienen rivales que nos
garanticen que lo harían mejor que ellos. Pero que los
tontos sobran.
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