Cuando mayo estaba dando las
boqueadas, dos porteadoras murieron en una escalera corta,
estrecha y peligrosa, que forma parte del acceso a los
polígonos industriales del Tarajal. Las muertes de las dos
infortunadas mujeres marroquíes, dedicadas a cargar bultos
como mulas, nos conmovieron.
En mi caso, a lo mejor es ya por la edad, lo ocurrido me
tuvo afectado varios días. Mientras oía y leía, a todos los
que dicen saber mucho de cuanto acontece en esa zona
comercial, que las muertes de esas mujeres estaban cantadas.
Y que ellos, los que dicen saber mucho de lo que sucede en
las calles del recinto, en las naves y en sus alrededores,
habían advertido que en cualquier momento podría suceder una
desgracia de esa magnitud.
La mala noticia, ilustrada con fotografías de un centro
comercial (!) con pinta de tercermundista, corrió como la
pólvora y Ceuta volvió a ser el centro de atención nacional
e internacional, y no precisamente por lo bonita que tiene
la ciudad su presidente.
Y a renglón seguido se pedía que la Delegación del Gobierno
tomara las medidas oportunas para que no volviera a
producirse el caos de la muerte en un territorio donde
impera la ley de los más fuertes. Que son los que acaban
siempre imponiendo las normas que les convienen. Y también
los que alteran al personal, cuando les interesa, para que
presionen a las autoridades. Lo cual se pudo comprobar el
lunes pasado.
Al delegado del Gobierno, hombre accesible, quizá el más
accesible que ha pasado por aquí, las muertes de las
porteadoras le afectó sobremanera. Y dada su experiencia
sobre avalanchas -está la de los inmigrantes en Melilla,
cuando él ejercía allí de delegado-, tomó medidas a fin de
evitar nuevos accidentes.
Medidas que han encontrado respuestas negativas incluso en
todos aquellos que pedían severidad en sus disposiciones
para atajar los desbarajustes, caos, embrollos, barullos,
tumultos... Problemas que llevan latentes percances tan
graves que pueden costar la vida. Las muertes de las
porteadoras deben servir como prueba evidente de que toda
seguridad que se tome es poca en esos polígonos y en sus
alrededores.
Las medidas tomadas por José Fernández Chacón, y ejecutadas
por la Policía, no gusta a quienes manejan los resortes de
aquella zona comercial. Y, claro está, no dudan en meterles
el demonio en el cuerpo a todos los participantes
secundarios del negocio. Para que se quejen de todo. Hasta
de una Policía a la que le achacan inmiscuirse en funciones
que no les corresponde. Cuando lo que desean, por el bien de
todos, es que los empleados y los proveedores sean poseídos
de una tarjeta de identidad.
Puesto que en esas calles, del interior de los polígonos,
por razones obvias, es sumamente necesario evitar que
pululen por ellas quienes no deben. Y existe sin duda otro
apartado fundamental: el deseo de unos pocos de hacerse con
la retirada de cartones, porque están convencidos de que ese
menester está haciendo ricos a varios individuos conocidos.
En este caso, miran hacia la Ciudad. En fin, tampoco uno
quiere ir más allá en este asunto.
Lo que sí me parece loable es que el delegado del Gobierno
trate por todos los medios de evitar más muertes. Pero los
hay tapados que sólo entienden de dinero. Y tratan de
torpedear las decisiones de Fernández Chacón. Mal asunto.
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