Todo lo que ha hecho José Antonio Pujante en su vida es
grandioso. Mirar su currículo da tanto miedo como pensar en
rodar desde una de las cumbres más altas del mundo ladera
abajo. Haber rellenado ese currículo le insufla tanta vida
como haber recorrido las cimas más peligrosas. Para ambas
cosas se necesita tirar de capacidades humanas semejantes
pero dispuestas en un panorama diametralmente opuesto:
esfuerzo, sudor, perseverancia y soledad. “Lo profesional y
lo turístico hay que pesarlo en dos balanzas diferentes”,
explica.
Entre los infinitos estudios y cargos que soporta su
espalda, uno destaca por encima de los demás, el de ser
médico. Esta profesión científica atrae a los filósofos
hacia sí, está repleta de pensadores y Pujante posee la
cualidad de respirar aire de otra atsmósfera ajena a la
rutina. Acaba de regresar del Everest con los 20 dedos
congelados, a final de mes le tendrán que amputar las
falanges sumergidas debajo de unas uñas que ha traído
oscuras, como los huesos y la piel, en el paso previo a la
gangrena. Pujante tiene cinco hijos, trabaja a diario como
empresario, acude a multitud de conferencias y, una vez cada
tres años, acude a su cita con la montaña, para susurrarle y
dejar que ella también le susurre a él, con el viento y el
frío.
Ha visitado las cumbres de los cinco continentes, ha
conocido sus culturas y ha despreciado obstinarse con los
ochomiles del Himalaya. Esta tarde, a las 20.30 horas, va a
contar a los presentes las experiencias vitales más
dramáticas de sus casi 40 años de trayectoria; será en el
Casino Militar, gestionado a través del Aula Militar de
Cultura. A la vuelta de sus expediciones, Pujante echaba la
vista atrás, de soslayo, y escribía todo aquello que
recordaba. “No me importaba la parte técnica, sino las
experiencias vitales”, todo aquello que no puede contar
alguien que no haya subido a los hombros de esos colosos. Su
peor momento lo vivió en el Aconcagua (Sudamérica), antes de
viajar luego a la Antártida. “La odisea allí fue terrible,
tres días solo, en medio de una tormenta a 7.000 metros de
altura, mucho más duro de lo que he vivido en el Everest
ahora. No lo puedo describir con dos palabras, porque
necesité 250 páginas para contarlo en un libro”, comenta.
En el Everest se encontró con un imprevisto que estuvo a
punto de costarle el adiós definitivo. Antes de bajar
decidió auxiliar a dos italianos. Pasó tres días y dos
noches más de la cuenta, a 8.400 metros y sin oxígeno
apenas. “Eso son palabras mayores, un día más a esa altura y
hubiéramos muerto, bajamos al límite, en un estado crítico”.
En su otra aventura en el Everest (año 93), subiendo aquella
vez por la cara sur, Nepal, se rompió la cabeza, perdió
sangre, se recuperó, alcanzó la cima y descendió con los
dedos congelados, pero sin necesidad de amputar. Hoy, con 53
años, habla de las amputaciones que le van a practicar como
si pidiera un kilo de naranjas. “El torero vuelve porque
tiene verdadera pasión por el toro”, pero también porque hay
beneficio económico. El alpinista aficionado debe acudir a
la cuenta bancaria, a veces hay que invertir entre siete y
diez millones de pesetas para una expedición de dos meses y
medio. “Uno no solo tiene que subir las montañas de roca y
hielo, sino superar sus propias limitaciones, esas son las
cumbres del alma, las que uno tiene que saber superar”,
dice. Este barcelonés asegura dormir ocho horas diarias. Si
no miente, ha descubierto la pócima para conseguir meter
dentro de 24 horas todas las actividades que engrandecen un
día. Allí, en la montaña, “he aprendido a disfrutar de la
vida, uno tiene que vivirla intensamente y saber que el día
siguiente puede no llegar”.
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