Mantener las tradiciones, es
mantener viva la historia de un pueblo, que a pesar de los
avances experimentados, sigue aferrado a la mismas para, con
ello, evitar peder su identidad. Si hay algo con capacidad
suficiente para mantener la identidad de los pueblos que les
hace parecer iguales pero a la vez diferentes, es no olvidar
nunca de tener siempre vivas sus tradiciones.
El pasado sábado celebramos una de nuestras más antiguas
tradiciones, San Antonio. Esa celebración, me hizo volver
muchos años atrás a recordar mis memorias de chaval cuando
cada año, por esas fechas, trece de junio, íbamos a la
Ermita a celebrar la festividad del santo.
Eran otros tiempos, los chavales de mí amado callejón del
Lobo, nos reuníamos en pandilla, la pandilla de siempre y
allá que marchábamos a nuestra romería, sin un duro en el
bolsillo, sin ningún bocadillo y con una sola lata vacía.
La lata, para la celebración de nuestra particular romería,
era material indispensable para nuestro sustento, camino de
San Antonio.
Entrábamos por San Amaro, muy distinto el parque a como está
hoy día, porque era mucho más natural y parada indispensable
algo más lejos de la jaula de los monos, para beber agua en
el chorro que salía de un tubo de hierro procedente de algún
manantial. Agua excelente y natural.
Una vez saciada nuestra sed, empezaba la hazaña de conseguir
algo de alimento. Iniciada la subida hacia la Ermita, a la
izquierda había un pequeño huerto con árboles frutales.
Saltar la tapia y coger peras pequeñas y exquisitas, era
nuestra primera etapa.
La segunda consistía, y ahí es donde entra nuestra
imprescindible lata, en ir cogiendo moras de los zarzales,
llenando la lata y entre bromas y veras, con las peras y las
moras recogidas, no necesitábamos nada más para pasar unas
horas de romería.
La explanada alrededor de la Ermita estaba llena de familias
que habían subido de “gira”, a celebrar la festividad de San
Antonio. Bocadillos, sandias y alguna que otra paella que se
estaba haciendo para la prole.
Algo más lejos, frente a lo que fuera el Mesón de Serafín,
se había instalado un ring, donde se celebraran varios
combates, en que los contendientes se daban tortas a granel.
Recuerdo que en uno de los combates, un contendiente tenía
un ojo cerrado del castañazo que le había propinado su
contrario.
Horas y más horas, dando vueltas por aquellos lares,
comiéndonos nuestras peras y nuestras moras, hasta que
decidíamos poner fin a nuestra particular romería.
Años después, en la época de Serafín, para animar a la gente
a subir, se les regalaban tortillas y refrescos. Y fue
entonces, cuando nosotros “los capitalistas de las
alpargatas, las peras y las moras”, decidimos no volver a
subir. Aquellos regalos nos habían quitado la emoción de
coger nuestras peras y nuestras moras.
Por cierto, hablando de Serafín Becerra Lago, cuándo este
pueblo le va a rendir el homenaje que se merece, porque
méritos tiene más que muchos a los que se les concede la
medalla y los escuditos.
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