Juan Vivas fue siempre una
persona reservada. Y me consta que tuvo que hacer verdaderos
esfuerzos para transmitir una campechanía de la que estaba
escaso. Debido a que, en un momento determinado, se vio
obligado a conectar con la gente porque lo exigían sus
ambiciones políticas. Y decidió pasear la calle como nunca
antes hubiera podido imaginar ni él ni cuantos lo habíamos
frecuentado.
De todos es conocida su forma de actuar en la rúe. Se
prodiga en saludos más aún que el alcalde de Huelva,
Pedro Rodríguez (que ya es decir). Hasta el punto de que
sus admiradores, los de Vivas, que son muchos, cuentan la
siguiente anécdota: Estando un día saludando a varias
personas, muy cerca de la escalinata del Ayuntamiento, se
volvió y le dijo a una señora, que pasaba por allí: “¿Cómo
esta usted...?”. Y la señora, toda extrañada, exclamó:
“¡Pero Juan, que soy tu suegra, hijo...!”.
Lo peor que puede ocurrirle a un presidente de Gobierno no
es que nos enfademos con él, sino que comencemos a no
tomarle en serio (José Luis Martín Prieto). No ser
tomado en serio es lo peor que le puede pasar a cualquier
persona que se estime en lo más mínimo. Por más que sea
presidente de Gobierno, editor, obispo, maestro, alcalde, o
la mujer del vecino del quinto.
A mí me cuesta lo indecible llegar a tal extremo cuando se
trata de una persona en quien había depositado una confianza
enorme. Una persona, como Vivas, cuya forma de ser no era la
más idónea para adentrarse en la senda del populismo. A fin
de conectar con innumerables ceutíes. Y con la sola
intención de que se justificaran en las urnas.
A veces me preguntaba, sabedor de que Vivas no era en la
calle la alegría de la huerta, por haberse manejado mejor en
interiores, o sea en despachos, qué milagro se habría obrado
para que se hubiese producido semejante cambio. Por lo que,
viéndole en la calle con paso y braceo de torero de fuste,
me fue embelesando. Y, claro está, la gente se lo rifaba -y
se lo sigue rifando- en cuanto decidía darse un garbeo por
la ciudad.
Mas a pesar de reconocerle yo al presidente logro tan
principal (ese don de gentes que se había sacado de la manga
en tan corto espacio de tiempo, cuando parecía carecer de
aptitudes para ese menester), tampoco tuve el menor
inconveniente en recordarle que no cayera en el error de
hablar por hablar. Que huyera de comportarse como si fuera
un charlista de aquellos de posguerra, de palabreo y prosa
de bulto. Un charlista a tiempo completo. Monótono y falto
de variación.
Pero, por lo que supe entonces y por lo que he sabido
después, al presidente no le hizo ni pizca de gracia mi
opinión. Porque él prefiere oír a quien le regala el oído
diciéndole que habla tan bien que no debe tomarse el menor
descanso cuando coge la palabra.
Así que en la última entrevista que le hice -clasificada
como entrevista de declaraciones y que se reproduce por el
sistema de preguntas y respuestas-, le dejé hablar pero le
dije que las respuestas extensas debían ser condensadas, sin
mutilar la idea, y convenientemente aclaradas las que
resultaran farragosas. Y asintió. Luego, tras ser publicada
la entrevista, el presidente de la Ciudad fue a quejarse a
otro medio. Y yo, con todo el dolor de mi corazón, comienzo
a no tomármelo en serio.
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