Todo el mundo sabe que los
periodistas reciben informaciones por medio de delatores.
Delatores los hay en todos los sitios. El problema está en
que muchas veces los primeros terminan siendo intoxicados
por los segundos. Aunque los periodistas siempre dirán que
es el precio que han de pagar por hacerse un día con la
exclusiva de un escándalo que les dará prestigio a ellos y
al periódico.
De modo que ser reconocido cual buen periodista de
investigación es la meta de casi todos los que trabajan en
un oficio del que dice García Márquez que es tan
incomprensible y voraz, cuya obra se acaba después de cada
noticia, como si fuera para siempre, pero que no concede un
instante de paz mientras no vuelve a empezar con más ardor
que nunca en el minuto siguiente.
En Ceuta, como no podía ser menos, varios periodistas luchan
denodadamente por ganarse la confianza de los soplones que
existen en todas las instituciones. Necesitan a todo trance
hacerse con esas fuentes informantes. Para que sea su medio
el que se apunte el tanto de informar, antes que ningún
otro, de un hecho ocurrido o que va a ocurrir. Lo cual es
tan justo como digno de aplauso.
Los soplones en Ceuta están localizados. Sus nombres son de
dominio público y, por tanto, casi siempre que actúan dejan
el sello del chivatazo. Y es así porque no se renuevan. Pues
el que menos dura, como chivato, suele estar cuatro años.
Los delatores, aunque no lo crean, no son siempre los
subalternos. De ningún modo. Por más que siempre se culpe a
los funcionarios, a las secretarias o a la vecina del quinto
que tenía relaciones con el asesor del jefe del departamento
tal. En ocasiones, quienes se van de la mui son los cargos
principales. Los que más mandan en los sitios.
Ejemplo: durante varios años hubo en la ciudad una autoridad
que eligió a un periodista con el fin de indicarle todos los
días en qué dirección tenía que dirigir sus flechas
envenenadas. Eso sí, antes le había prometido al dueño del
medio concederle privilegios informativos por esa tarea. Y
un trato especial.
El periodista, a partir de ese momento, comenzó su trabajo:
que no era otro que publicar la nota que le pasaban con los
errores que pudiera haber cometido cualquier cargo de los
que estaban bajo las órdenes de la reseñada autoridad. Así,
la autoridad mataba de un tiro dos pájaros: primero, aireaba
la falta del subordinado; segundo, no se desgastaba en
amonestarlo. Y encima, cuando el negligente, a lo mejor por
un error de poca monta, llegaba a su despacho a pedir
árnica, el todopoderoso fiscalizador lo absolvía y entre
abrazos y palmadas en las espaldas, lo ganaba para su causa.
Recordándole lo que era costumbre en él: Me debes una, ¿eh?
El periodista, desconocedor de la ciudad, llegó a creerse
que estaba llamado a escribir páginas gloriosas sobre el
periodismo de investigación. Y el dueño del medio se ufanaba
a cada paso de tener a alguien situado en las entrañas del
poder local. Un día se me ocurrió decirle a una señora, que
gozaba de poder, que se cuidara de contar más de lo debido
acerca de lo menos limpio de la casa donde trabajaba. Pero
no me hizo el menor caso. Luego estalló un escándalo
mayúsculo. Y el periodista, que iba de listo, quedó como la
Chata de Cái. Y aún sigue sacando pecho. ¡Miau!
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