Está próxima la celebración del día de las Fuerzas Armadas
de este año. Si bien ese mismo día, así como los previos,
son jornadas en las que el pueblo español y sus Ejércitos se
acercan mutuamente de una manera más íntima, es conveniente
que nos detengamos siquiera brevemente para recordar que el
pivote alrededor del que gira todo, y en el que confluyen
los sentimientos que nos son comunes, es nuestra Bandera.
Baste recordar que dentro de las diversas actividades de
esta celebración nunca falta la celebración de un acto en el
que específicamente se rinde homenaje al que quizás sea el
más característico de nuestros símbolos.
La bandera como elemento unificador de sentimientos y
voluntades es un concepto que viene de muy antiguo. Si bien
su función inicial era identificar y distinguir a las
fuerzas enemigas enfrentadas, hoy se ha convertido
universalmente en el principal medio visual para la
identificación de colectivos con objetivos comunes, desde
equipos deportivos, pasando por organizaciones de todo tipo
hasta, por supuesto, naciones.
El origen de la nuestra, en líneas generales y de forma muy
resumida, ha sido el siguiente: Desde principios del siglo
XVI hasta finales del XVIII los ejércitos del Rey de España,
se identificaban en el campo de batalla con diversas
banderas y estandartes. En ellos era común encontrar sobre
diversos colores de fondo un aspa de otro color. Así la más
conocida de estas enseñas es aquella en la se representaba
sobre un fondo blanco, el aspa o cruz de San Andrés en color
rojo. Sea como fuera el caso es que esta enseña se acabó
convirtiendo, de forma casi espontánea, en la seña de
identidad de los ejércitos españoles, para reconocimiento
por las fuerzas propias y distinción por las de nuestros
enemigos.
Es bajo el reinado del Rey Carlos III cuando se toma la
decisión de modificar la enseña de la Armada para evitar las
confusiones que tenían lugar en alta mar, entre navíos
españoles y franceses, y que tan funestas consecuencias
traían, con cierta frecuencia, para nuestros barcos. Ambas
naciones usaban banderas de fondo blanco, pero no se podían
identificar unas de otras hasta que no se visualizaba el
escudo que portaban. Por real decreto firmado el 20 de mayo
de 1785 se establecían los colores y su distribución para el
paño distintivo de la marina de guerra, y que hoy son los de
nuestra Bandera. Ésta se fue extendiendo progresivamente
para su uso en arsenales, plazas fuertes, edificios
oficiales, etc. al tiempo que convivían con otras propias de
las unidades militares.
Es en el reinado de Isabel II, concretamente el 13 de
octubre de 1843, cuando esta enseña, hasta el momento (y
oficialmente) sólo específica de la Armada, se unifica para
su empleo también por el resto de las fuerzas militares y se
adopta como representativa de la monarquía española.
Finalmente la Constitución vigente consolida acertadamente y
da continuidad a esta arraigada tradición en su artículo 4º.
Las recientemente promulgadas Reales Ordenanzas para las
Fuerzas Armadas establecen en su articulo 6 la, por otra
parte lógica, obligatoriedad de todo militar de
comprometerse en su servicio y total entrega a España
mediante el juramento o promesa ante la Bandera.
La fórmula que regula este acto ha sufrido variaciones a lo
largo del tiempo, fruto de los vaivenes políticos, pero en
esencia exige al militar el máximo compromiso, el sacrificio
y entrega de la propia vida, para defender los ideales
nacionales representados en la Enseña Nacional.
Esta ceremonia por el que se adquiere un compromiso tan
importante era sumamente popular no hace muchos años, cuando
las filas de nuestros ejércitos se nutrían con varones
sujetos a cumplir el servicio militar con carácter
obligatorio. Sin embargo la evolución a un ejército
profesional, parece haber activado en un amplio sector de
nuestra sociedad el deseo loable de manifestar externamente
su amor a España y su particular compromiso con la Patria
mediante la participación en esta ceremonia de sentido y
naturaleza eminentemente castrense.
De este modo se materializa la cristalina realidad,
tergiversada en ocasiones por grupúsculos malintencionados o
necios desconocedores, de que los símbolos de la Patria, en
este caso nuestra Bandera, no son ni mucho menos exclusivos
de las Fuerzas Armadas, si no que son patrimonio común de
todos los españoles.
No obstante son las Fuerzas Armadas las que, con un
ceremonial establecido, tienen el privilegio de rendirle su
merecido tributo y honores.
Con carácter formal está regulado qué unidades militares
tienen concedido el honor de usar Bandera. Esto que se da
por hecho no siempre ha sido así. Sirva en este caso como
ejemplo la primera Enseña Nacional concedida a una unidad de
las Fuerzas Regulares Indígenas, el Grupo de Regulares de
Ceuta nº 3, que desde su creación en 1914 y tras
prácticamente 7 años empeñado en combate de forma intensa y
continua, habiendo cosechado para España numerosos éxitos y
glorias militares, y tras haber sufrido multitud de bajas,
no poseía Bandera propia. Se le concedió por real orden de 2
de noviembre de 1921, aunque la entrega se celebró
posteriormente, el 27 de mayo de 1923, en el Parque del
Retiro de Madrid. La ceremonia fue presidida por SM el rey
Alfonso XIII y la madrina fue SM la reina Victoria Eugenia.
A reglón seguido, y de forma progresiva, se otorgaría ese
derecho al resto de grupos de Regulares existentes, que lo
tenían de sobra merecido como hoy día se puede corroborar
con sólo detenerse en contar las condecoraciones colectivas
que atesoran la Bandera del Grupo de Regulares de Ceuta Nº
54.
Es por lo tanto en ese sagrado símbolo en el que las
unidades militares recogen el sacrificio y esfuerzos de sus
componentes, cristalizado en muchas de ellas con las más
altas condecoraciones militares, la Cruz Laureada de San
Fernando y la Medalla Militar.
Pero para concluir volvamos al inicio de estas reflexiones,
es en torno a nuestra Bandera donde se encuentran y hacia
donde confluyen los afanes y desvelos, éxitos y ¿por qué no?
fracasos y sinsabores, de todos los españoles. No olvidemos
jamás, ni los más escépticos, que la Bandera de España
simboliza la nación, que es signo de soberanía,
independencia, unidad e integridad de la Patria y a la vez
compromiso de su perpetuidad a través de los tiempos.
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