Los días festivos, salvo para
caminar muy de mañana, no suelo pisar el centro de la
ciudad. El viernes, sin embargo, me vi precisado a hacerlo y
tuve la suerte de tropezarme con Alejandro Curiel. A
quien hacía una eternidad que no veía.
Fue Curiel quien llamó mi atención al pasar por delante de
él. Debido a que no entraba en mis cálculos otra cosa que no
fuera recoger un pedido que le había hecho al ‘Mesón la
Dehesa’. E iba, por tanto, con tanta celeridad como para no
percatarme de su presencia.
Pero allí estaba Alejandro disfrutando de la terraza del
establecimiento y compartiendo mesa con un compañero,
llamado Francisco. Y, claro, no tuve más remedio que tomarme
un respiro para poder trabar conversación con ellos.
Alejandro rojeaba como siempre. Lo cual no es noticia. La
noticia hubiera sido verle sin su clásica sudadera grana. En
esta ocasión, llevaba estampillada en la pechera las siglas
de la Unión General de Trabajadores. El sindicato de sus
entretelas.
Se le notaba a la legua que había formado parte de la recién
terminada manifestación sindicalista. De la cual, aunque
parezca mentira, no hablamos en absoluto. Tal vez porque
ambos no creemos que el Partido Popular esté deseando ganar
las elecciones generales para recortar en gran medida todos
los logros sociales que se han conseguido. Pues ni lo hizo
cuando presidía Aznar ni lo hará nunca. Porque ni le
conviene ni puede.
Lo que eché de menos en Alejandro fue la bufanda. Esa
grímpola encarnada que ha venido luciendo como distintivo de
sus ideas. Pensé, en un primer momento, que podría deberse a
que el sol de mayo se dejaba ya sentir. Pero bien pronto caí
en la cuenta de cómo Curiel no ha tenido el menor
inconveniente exhibirla, incluso, durante los meses de
verano. Y que hubo una época donde no se la quitaba ni para
dormir.
Y me malicio que mi estimado Curiel, poco a poco, sin prisas
pero sin pausas, está tratando de despojarse de todas las
prendas que le han venido acreditando como parte integrante
de una rojería selecta a la que ya nadie presta la menor
atención. Que se ha ido desengañando que no merece la pena
mantener el discurso enfervorizado y mucho menos enarbolar
los símbolos de unas ideas tan pasadas de moda como
convertidas, desgraciadamente, en el refugio de quienes las
usan para darse pote de progresistas de salón. Eso sí, no se
me ocurrió preguntarle al respecto.
Lo que no ha perdido AC es su proverbial educación. Ni su
más que reconocida simpatía. Ni su saber estar. Ni los
conocimientos que aporta a cualquier conversación. Ni la
afabilidad con que se muestra. Y todo eso, que no es moco de
pavo, le confiere una identidad extraordinaria. Una forma de
ser donde aflora su ironía renovada y sus deseos de tomarse
la vida con una calma de la que careció durante cierto
tiempo. Aquel tiempo de un socialismo donde Francisco
Fraiz era caudillo de la cosa. Que imponía su voluntad
en la sede de la calle de Daoíz. Y que con sus decisiones
terminó causando las primeras desilusiones políticas de
Alejandro. La charla del viernes tuvo una duración de veinte
minutos. Los que aprovechamos Curiel, su amigo Paco y yo
para reírnos de lo lindo. Ojalá que volvamos a coincidir.
Pues fue un placer pegar la hebra con vosotros.
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