La noticia más destacada de esta
semana, desde que el martes se jugó el partido Madrid-Getafe,
ha sido la agresión de Pepe a Casquero. Destacada,
sin duda, porque ha sido motivo de comentario generalizado.
Del mal comportamiento del jugador madridista han opinado
incluso quienes detestan el fútbol.
En cualquier sitio, y a cualquier hora, he podido oír
palabras iracundas contra el portugués. A quien censuro
cuanto antes: no vaya a ser que piensen que trato de
quitarle hierro a su desatinada actuación. Aunque se dieron
varias causas para que se produjera esa enajenación mental
transitoria de la que hablan los expertos en la materia.
Empecemos por la manera en que el partido se estaba
desarrollando. El Madrid era un equipo roto en la parcela
vital del medio terreno. Porque al poco recorrido, escasa
entrega y desaciertos del holandés Van der Vaart, se
unía el ritmo cansino y la indolencia de Guti; cuya pereza
congénita, y escasa facilidad de maniobra para impedir que
los contrarios jueguen a sus anchas, dejaban a Gago
sumido en la más profunda miseria.
Perdido el orden en el césped, donde se echaba de menos la
incuestionable fortaleza de Lass y su ya acreditado
enorme sentido táctico, los defensas blancos se veían
comprometidos a cada paso. Por lo que pedían con gestos y a
gritos la ayuda de sus compañeros. Ante semejante caos,
quien haya jugado al fútbol como profesional sabe de qué
modo la excitación va aumentando. Máxime si se viene
compitiendo en pos de un título o de eludir el fatídico
descenso.
Luego, para más desgracia, Pepe se queda sin Cannavaro a su
vera. Y solo ante el peligro de los adversarios que le
llegan desde todos los ángulos, es testigo de cómo el
árbitro le escamotea un penalti a su equipo para, a renglón
seguido, indicar el cometido por él al empujar a Casquero.
Todo lo ocurrido después, tan espectacular como deplorable,
no admitía más que censuras y confianza en que el Comité de
Competición de la Federación de Fútbol sancionara duramente
al futbolista. No cabía otra cosa. Ni siquiera esgrimiendo
las circunstancias ya expresadas. Por más que ellas sirvan
para que los no muy entendidos sepan que los jugadores
alcanzan pulsaciones muy altas.
Me pongo a escribir nada más leer que Pepe ha sido
sancionado con diez partidos. Y cuando el presidente del
Getafe sigue pidiéndole al Madrid que le rescinda el
contrato al portugués. Y caigo en la cuenta de algo: pocas
personas le darían la mano a éste viéndole al borde de un
precipicio con posibilidades de despeñarse. Porque con su
cara será siempre el malo de la película.
Y con esa realidad -y que costó mucho dinero- ha tenido que
hacerse respetar jugando a pleno rendimiento. Hasta
convertirse en figura indiscutible. Aunque en España,
actualmente, y mucho más en Madrid, a los jugadores poco
agraciados les cuesta lo indecible conquistar a esos
periodistas cuya cursilería desemboca en atracción peligrosa
por lo estético. Ejemplo: el director de As, quien dijo de
Costinha que además de mal jugador era más feo que
Picio, había escrito, la víspera de la sanción a Pepe, que
éste tenía alma de reo. Tal vez porque la cara de Pepe, para
Alfredo Relaño, es el espejo del alma del defensa. O
sea.
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