A finales del mes de abril, los
ministros responsables de la enseñanza superior de cuarenta
y seis países europeos, están dispuestos a formar cónclave
en Bélgica para hacer balance de los logros del proceso de
Bolonia, fijar una nueva agenda y acordar las prioridades
del Espacio Europeo de Enseñanza Superior para la próxima
década hasta 2020. Una veintena de países no europeos se
suman también a la convención. La noticia es esperanzadora.
Confiamos no morir en la desilusión. Sería tremendo. El
guión universitario hace tiempo que juega un papel
enfermizo, incapaz de ampliar las ventanas por las cuales
vemos al mundo.
Es cierto que las universidades deben modernizarse
socialmente e impregnarse de valor y de valía docente e
investigadora. La sociedad va por delante de las
instituciones de enseñanza superior, cuando menos debería ir
a la par, prestando un servicio público esencial de calidad.
Todavía en muchos países, inclúyase España, las enseñanzas
no se sustentan en la investigación, ni se garantiza una
competencia en condiciones de igualdad. Por desgracia, la
politización y el amiguismo gobiernan algunas instituciones
con un descaro impresionante. La transparencia en los
procesos de contratación y promoción brilla por su ausencia.
Es una pena que una institución, donde se genera sabiduría,
se renuncie a la libertad, a nuestra calidad de personas, y
con esto a todos los deberes de la humanidad.
Por otra parte, las universidades deben servir a la sociedad
y máxime en un momento de dificultades como el actual. Han
de ser el motor de la recuperación, capaces de responder a
los desafíos que se nos presentan. Ninguna crisis puede
sacrificar las inversiones de jóvenes investigadores. La
apuesta debe ser decidida hacia una educación superior de
calidad, promoviendo la internacionalización. Está bien que
las universidades aboguen por una Europa del conocimiento,
pero que lo sea de la erudición libre; estudio que ha de
apoyarse sobre un conjunto de valores que es lo que en
verdad dará fortaleza a una sociedad europeísta más humana y
humanizadora.
De ninguna manera, las universidades pueden ser lugares
arcaicos, deben ser innovadores, abiertos a la cooperación
con el mundo del trabajo. Los universitarios no pueden
seguir siendo los grandes derrotados de un mercado laboral
competitivo y seguir acrecentando las bolsas del paro. ¿Para
qué tanta formación que no forma para la vida, para ser
persona independiente? Es tremendo este fallo, puesto que el
objeto de la educación –como dijo Spencer- es formar seres
aptos para gobernarse a sí mismos, y no para se gobernados
por los demás.
Desde luego, si queremos reformar las universidades europeas
en la próxima década, que es lo que ha de ser el proceso de
Bolonia, ha de exigirse una universidad abierta y conectada
con la sociedad, capaz de transferir ese conocimiento más
allá de los propios muros universitarios. El caso español es
bien patente. Hay una desmembración total entre el sector
productivo y las universidades que lideran el desarrollo
científico. También demasiada homogeneidad en la oferta
educativa e investigadora. Cada universidad debiera tener su
propia especialización o singularidad para poder competir
con los niveles de excelencia internacional.
Reunirse, pues, para hablar de la universidad europea,
institución que debiera ganarse el reconocimiento social de
admiración, es una buena medida, urgente y precisa, sobre
todo si es para poner imaginación e inteligencia en aras de
encontrar el camino adecuado para la transmisión del
conocimiento con el máximo consenso. Y una vez reencontrado
el paso, seguramente sabremos ver con más temple y mejor
tino, qué enseñar y cómo enseñar en un mundo globalizado.
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