Lleva ya muchos años recibiendo
reproches, censuras, recriminaciones, etcétera. Le han
llovido las desaprobaciones desde que empezó a destacar como
dirigente del Partido Popular. Incluso los hay que, cuando
se quedan sin argumentos para vituperarle, le recuerdan su
pasado de cura. Como si el haber dejado los hábitos les
concediera el derecho a oprobiarle de por vida.
Cierto es que el carácter decidido y fuerte de Pedro
Gordillo facilita la tarea de quienes no le pueden ver
ni en pintura. No cabe duda de que es hombre de armas tomar.
Y, por si fuera poco, se muestra sanguíneo, optimista y
extrovertido. Aunque tampoco podemos olvidar que es humano y
al verse muchas veces sambenitado, le puede la introversión.
Si bien ese estado es apenas perceptible porque le dura
menos que un amén.
Días atrás, y no sé por qué razón, decía yo que había
hablado con Gordillo, durante mis veintiocho años de
estancia en esta ciudad, cuatro veces mal contadas. Y todas
ellas fueron de una brevedad apabullante. Y, por si fuera
poco, en una de ellas cometimos los dos el error de perder
los papeles. Debido a ese estado emocional que suele salir a
flote cuando menos necesario es.
Aquella discusión, tan sucinta como acalorada, fue causa de
alejamiento entre nosotros. Mejor dicho: de hacer más
patente aún las distancias que manteníamos. Que ni siquiera
se redujeron cuando el presidente del PP tuvo a bien
concederme una entrevista en la sede del partido.
Y, claro, en alguna que otra columna escribí de forma que se
notaba bastante que mi impresión sobre él no era tampoco
como para que me felicitara el santo. Hasta que por causas
que no vienen al caso darlas a conocer, un día, de hace
apenas nada, decidí hablar más con Gordillo (no, está usted
equivocado; ese acercamiento carece de todo interés por mi
parte. Pues yo suelo pagar mis copas, mis facturas cuando
viajo, y no necesito, toco madera, pedir que me coloquen a
alguien en el Ayuntamiento). Perdonen la digresión. Pero he
creído conveniente hacerla para que nadie se llame a engaño.
Pues bien, dado que en un mes me he relacionado con el
vicepresidente de la Ciudad más veces que en veintitantos
años, he comprobado que éste en las distancias cortas es
persona interesante. Por tal motivo, y metido con él en
conversación la semana pasada, por causas de trabajo, le
dije lo siguiente: Mira, Pedro, las personas a las que nada
se les puede reprochar tienen, de todas formas, un defecto
capital: no son nada interesantes. La frase no es mía, es de
una actriz de cuyo nombre no me acuerdo ahora.
Y a Gordillo le dio por reírse. Con esa sonrisa que le hace
entrecerrar los ojos y poner la boca en forma de O. Y se le
humedecieron los ojos. Y se le escaparon varios sonidos de
alegría. Y disfrutó del momento. Y afloró su exuberancia. Y
en cuanto se normalizó la situación, comencé a preguntarle
en corto y por derecho. Y me encontré enfrente a un hombre
que detesta la cursilería. Que se proclama contrario al
disimulo por sistema, y a la hipocresía profesional, y a la
simulación permanente. Y, sobre todo, a decir que sí cuando
piensa todo lo contrario. Lo que yo escribo son impresiones.
Lo he dicho hasta la saciedad. Y éstas son las que obtuve en
mi última charla con Pedro Gordillo. ¿Pasa algo?
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