Lo primero que hacía, hasta que le
fue posible, en cuanto me veía, es preguntarme cómo estaba y
a partir de ahí sólo se centraba en oír mi contestación. Un
detalle de buena educación, adornado con ribetes de amistad
que habían ido aumentando con el paso de los años.
Amistad procedente de un hombre bueno a quien si bien traté
siempre con deferencia, nunca le había dedicado mucha
atención en mis escritos. Él, en cambio, me demostraba a
cada paso que era lector de todo lo mío. De lo contrario le
habría sido imposible referirse a este “oasis” o a la
miscelánea semanal, con tanto conocimiento.
Eduardo Gallardo, mientras pudo, trató siempre de
animarme. Regalándome el oído sin el menor interés. Puesto
que ni siquiera se esforzó lo más mínimo en corresponder a
la invitación que le hice en varias ocasiones para que se
dejara entrevistar. Que era, modestamente, lo único que yo
podía ofrecerle para corresponder al afecto que me
profesaba.
Eso sí, a él le gustaba, en cuanto me lo echaba a la cara,
tomarme del brazo y guiarme por el camino de su saber estar
con el único fin de oírme contar cosas que a él le agradaban
sobremanera. Y a mí me encantaba recrearme en la suerte de
hacerle feliz. Sobre todo cuando me pusieron al tanto de que
su memoria daba ya signos evidentes de cansancio.
Alberto Gallardo, uno de sus hijos, me ha contado
que, días atrás, han hecho limpieza en el despacho de su
padre. Y que entre otras muchas cosas han encontrado una
colección de artículos míos. Perfectamente ordenados y
cuidados con esmero.
Y Alberto se quedó sorprendido cuando yo le dije que estaba
al tanto de ese interés de su padre por mis opiniones. Ya
que él desconocía que, cuando éste y yo paseábamos por la
Avenida del alcalde Sánchez-Prado, a veces me conducía a su
despacho para enseñarme no sólo sus recuerdos sino para que
viese, cómo no, el tratamiento que le daba a mis columnas.
Muchas de ellas, subrayadas y hasta con anotaciones suyas al
margen.
Lo que no le dije a Alberto es lo mucho que disfrutaba su
padre cuando nos metíamos en conversación sobre lo que
acontecía en el ‘Rincón del Muralla’. Y nos poníamos a
recordar la forma de ser de personajes como Eduardo
Hernández, José Villar Padín, Carlos Chocrón, Ricardo y
Antonio Muñoz, Martín, el notario, Francisco Fraiz,
etcétera. Ni tampoco que la última vez que nos vimos me
invitó, como hacía casi siempre, a visitarle en su casa para
tomar café y charlar conmigo detenidamente.
En fin, lo que sí haré más pronto que tarde, o sea, en
cuanto me tope con los hijos de Eduardo Gallardo, es
decirles que aprovechen cualquier momento oportuno, si a
bien lo tienen, para decirle a su padre que yo lo tengo
apuntado en la libreta donde se encuentran las pocas
personas a las que yo nomino como amigos.
Y es así porque a mí me cuesta muchísimo trabajo emplear
este adjetivo que, de ser usado a troche y moche, está muy
devaluado. Sea como fuere, lo que hoy quiero es dejar
constancia de que mientras nos fue posible, Eduardo Gallardo
y yo mantuvimos una relación que comenzó basándose en una
simpatía mutua y acabó por convertirse en una amistad que me
hizo comprender más y mejor a un hombre que dejará huella.
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