Tres caballerazos uruguayos hablan en una plaza de
Montevideo. El primero tiene la nariz de una extremada
finura que viene de husmear la realidad con sutileza; el
segundo entuba los labios en el esfuerzo por destrabar la F
de un nombre, que se le tranca de a ratos, mientras,
afrancesado, imprime a sus palabras las agudas tonalidades
que se requieren para enunciar un alegato lógico; y el
tercero sonríe con los ojos celestes, como si se hubiera
pasado la vida entera descalzo en una playa. Son tres
señores de cierta edad, bien trajeados, bien vividos, bien
leídos, amigables, ahora perplejos. Corre el año 1994, ellos
llevan hablando varias horas y saben que lo seguirán
haciendo hasta el final.
Acaban de conocer la noticia que les parte la vida en dos.
No es que el rayo de la revelación los hiera en lo más
hondo: no son los protagonistas, son los testigos. Pero
acaso la condición de testigo les aumente el desvelo, y la
responsabilidad. Si fueran los protagonistas, sufrirían;
siendo depositarios de lo inimaginable, deben reflexionar
con atención.
Han sido actores de reparto en un espectáculo tramado desde
lejos. La amiga española no fue lo que pensaron. Ya se
habían perdido en conjeturas, al verla desaparecer sin dejar
huellas, años atrás. Alguno de ellos hasta había intentado
seguirle el rastro, sin resultado, es claro. Nada similar a
esto que les explota ante los ojos. Casi sería más sencillo
sentirse traicionados, pero no pueden. Si se los apurase
confesarían que, en el fondo, la burla de la que han sido
objeto les causa gracia. El haberse enterado no disminuye su
cariño, ni —el de nariz sutil se empeña en recalcarlo— su
franca admiración.
Los tres coinciden en un punto: una cavilación interminable
los espera. En adelante, su trabajo consistirá en
reconstruir la historia con los elementos de que disponen,
que no son muchos. Y en contestar al interrogante que sí les
duele: aunque ya sepan que el amor ha sido una máscara,
¿algo de cierto ha habido en la amistad que ella les tuvo?
África ensaya en Moscú
Se miraba al espejo sonriéndole a su tez aceitunada, a sus
ojos morunos, a su perfil aplastado como testuz de vaca, que
culminaba en unos rulos negros un poco ásperos y se escurría
por debajo en un atisbo de doble mentón. Articulaba despacio
para grabarse el libreto en la cabeza. Recitaba. Hablaba
para el espejo, y para un interlocutor imaginario al que, de
vez en cuando, le dedicaba un súbito quiebre de cadera y de
voz, como si la intención de seducirlo viniese unida a
cierta oblicuidad.
Era un discurso de presentación. No bien lo pronunciara de
verdad, ante su real destinatario, cambiaría de vida, de
oficio, de país. ¿Su nombre? María Luisa. ¿Sus datos
principales? Modista, viuda, nacida en Ceuta, refugiada
republicana de la Guerra Civil, domiciliada en Passy, un
elegante barrio parisiense donde diseñaba modelos exclusivos
para su distinguida clientela.
¿Sus sueños? Visitar Montevideo, ornada, en su cabeza, con
el mar y las palmeras de la Marruecos natal. Y para
terminar, ¿qué impresión le producían los cuentos de
Felisberto (que así se llamaba el ilusorio del espejo)? La
respuesta a esta pregunta iba unida a otro susurro y a otro
caderazo más pronunciado. Le gustaban los cuentos, sí. Para
mayor precisión, lo que le había gustado era ese único
cuento, “El caballo perdido”, caído por azar entre sus
manos; pero no pretendía comprenderlo a conciencia, porque
ni era escritora, ni entendía de letras.
La frase sobre sus aptitudes literarias le costó una
discusión con el jefe. No a cara descubierta, sino por
interpósita persona: los emisarios cariacontecidos de ese
otro invisible al que la recitante apodaba con nombre de
corrida, Olé. No es que fuera incapaz de pronunciar Oleg,
pero lo pretextaba; una pequeña venganza por no habérsele
permitido verlo de frente, desde su arribo a Moscú.
Al revisar la carpeta que le acababan de entregar los
emisarios, siempre con ese empaque acartonado como de estar
administrando el Santo Sacramento, África (su verdadero
nombre, otorgado debidamente en pila bautismal, aunque poco
creíble, como si en ella lo verídico sonase a cuento),
África había levantado con lentitud la vista de las notas y,
gozándose el pescarlos en falta:
—Aquí no me han puesto nada sobre la última mujer del tal
Felisberto.
El enlace entre ella y Olé se avioletó de rabia. Demasiado
tarde, farfulló. Averiguarlo llevaría su tiempo. Ella sólo
tenía cuatro meses para cumplir con su misión. África se
mantuvo firme: no conocer detalles sobre la última mujer
podría comprometer el resultado. ¿Ellos mismos no le habían
enseñado a conquistar a un marido aparentando lo opuesto de
la esposa? La carpeta contenía los antecedentes esenciales:
“Felisberto Hernández. Nacido en Atahualpa, Montevideo,
Uruguay, en 1902. Hijo de Prudencio Hernández González, de
origen canario, constructor, y de Juana Hortensia Silva,
apodada Calita. Cursó estudios musicales y se gana
dificultosamente la vida tocando el piano en cines y bares
de provincia. Dos casamientos, el primero con María Isabel
Guerra, el segundo con Amalia Nieto, dos divorcios, dos
hijas. Ha publicado algunos libros. Como cuentista comienza
a darse a conocer. Es anticomunista convencido. Actualmente
se encuentra en París con una beca de la Embajada de Francia
en Uruguay que le ha sido obtenida por el célebre escritor
franco-uruguayo Jules Supervielle. La beca termina en mayo
de 1948. Está alojado en el Hotel Rollin, 18 rue de la
Sorbonne. Aconsejamos premura”.
Horas después de su reclamo, y siempre con esa cara de
velorio que tenían por norma, le aportaron el dato: el
escritor se estaba separando de Paulina Medeiros, una
poetisa del Partido Comunista uruguayo que escribía poemas
fogosos y revolucionarios. A Felisberto las ideas de Paulina
no le causaban maldita la gracia. ¿Aspecto de la poetisa? En
los últimos tiempos se había ido redondeando bastante. Ahora
sí se dio por satisfecha. Si la otra era una literata
rolliza y exaltada, ella debería presentarse ante Felisberto
como una dama de buen talle, ideas prudentes y cultura
mediana. Retrocedió para observarse mejor. Desde el espejo,
la andaluza cetrina de formas plenas pero cintura estrecha
le dedicó su sonrisa astuta y maternal.
Eso lo conservaba, por suerte: el modo de sonreír se lo
dejaron tal cual. Apenas si le mandaron a acentuar esa
manera suya de inclinar la cabeza, como si nunca pudiera
decir que no. Una mujer de extraña mansedumbre, al menos
para quien no captase la ironía. A sus jefes, que la
captaban poco, ésa les parecía su mejor cualidad. Por eso le
imaginaban misiones que requerían deslizarse de medio lado,
dócil y amañándose a todo como si fuese líquida.
La peor discusión con los enviados del jefe no la tuvo por
la última amante, sino por la lectura de los cuentos. África
pretendía leer cada página borroneada por el tal Felisberto.
Quien no se lo permitía era el mismísimo Olé, argumentando
que Felisberto podría preguntarse cómo diablos una modista
cuarentona oriunda de Ceuta se las habría ingeniado para
conocer al dedillo la obra de un rioplatense desconocido.
Ella debería argüir un cúmulo de casualidades (el libro
había caído en sus manos gracias a la cuñada del hermano de…
ya vería ella de quién, al menos la invención quedaba a su
cargo), y leer apenas lo que cualquier hijo de vecino de
habla hispana que acertara por ese entonces a encontrarse en
París, donde, con motivo de su beca y gracias al poeta Jules
Supervielle, a Felisberto Hernández le batían el parche. Un
cuento como máximo, le mandaba a decir Olé. Se conocía la
cantinela de memoria: cuando mencionan frente a ti lo que se
ignora que sabes, los ojos te traicionan. Insistió:
—Qué mejor que leérmelo de cabo a rabo para estudiarlo a mis
anchas.
Y agregó, sin esperanzas de que al fin le creyesen:
—Mis ojos nunca dicen lo que yo no les dejo.
En efecto, no le creyeron. También Olé se mantuvo en sus
trece. Para obtener las señas de Paulina, se había visto
obligado a mezclar en el asunto a un topo de Montevideo. Y
enterarse de que Paulina era miembro del Partido le cayó
mal. Al Partido convenía dejarlo afuera. África no acababa
de mandar su recado, cuando recibió la respuesta. En clave.
Inútilmente misteriosa. Como si el jefe, después de tanta
agua corrida bajo los puentes, aún se regodeara reiterándole
enigmas y sermones.
La leyó resoplando. Esto también se lo sabía de memoria: los
rusos desconfiaban del “temperamento” español. Vivían
llenándose la boca con el dichoso temperamento. En México
Ramón seguía preso aguantándose las golpizas sin abrir la
boca; pero en Moscú a los españoles los seguían tratando
como a críos. “No te engañes —le escribía Olé—. Los ojos
españoles nunca se vacían como los nuestros.”
Casi se lo agradeció cuando empezó a rumiar el cuento del
uruguayo. Como mascar estopa. Trataba de un caballo que
pasaba por el medio del relato sin que nadie supiera ni de
dónde salía ni para dónde iba. Pero Olé se lo había marcado
con rojo, y África se salteó parrafadas enteras, yendo a lo
subrayado. Lo advirtió enseguida: el jefe le había
descifrado el cuento de Felisberto, como si decodificara un
mensaje.
De todos modos la historia ni valía la pena. Este Felisberto
se iba por las ramas. Es cierto que ella gran cosa no podía
opinar. Qué tiempo le había quedado para instruirse con
lecturas, no conocía más que novelas españolas permitidas en
el Sagrado Corazón de Madrid, y novelas soviéticas
permitidas en ese otro Sagrado Corazón de Moscú donde
oficiaba Olé. Las no permitidas eran, en Madrid, La Hermana
San Sulpicio, aquella monja gitana amante de bailar por
bulerías, y en Moscú, una de la Alejandra Kolontai, ésa
donde la hermosa cuarterona que había sido embajadora en
algún sitio sostenía que el amor era un vaso de agua. A las
dos las había leído a hurtadillas, porque a las desabridas
del primer colegio les disgustaba el zapateo, debido a
Cristo, y a los amojosados del segundo, también, debido a
Lenin. Lenin había dicho que el amor no era un vaso de agua.
Debía de ser por eso que, desde el momento en que se la
alzaron de España, le resultó tan espinoso bebérselo a su
gusto, el vaso.
En el cuento subrayado como un mensaje aparecía un niño que
esperaba a su maestra de piano en un salón de muebles
oscuros. Había muchas cosas que me provocaban el deseo de
descubrir o violar secretos, le marcaba Olé. Es que ese niño
violador no violaba mujeres, cómo habría podido, sino
objetos: objetos encubridores, objetos complicados en actos
misteriosos.
Más adelante, una señal con lápiz rojo destacaba unos
párrafos acerca de… un lápiz rojo. Sólo que el lápiz de
Felisberto tenía hocico. Era como un chanchito cuando mama,
se prendía vorazmente del blanco del papel, iba dejando las
pequeñas huellas firmes y acentuadas de su corta pezuña y
movía alegremente su larga cola roja.
—El chanchito que mama debe de ser él —se dijo África riendo
sin querer (lo recalcado le sonaba a guiño; a veces le
parecía que su incorpóreo mandamás hasta tenía chispa)—. Hay
que tener cuidado con este Felisberto, que es como un rorro.
Ésos son los peores.
Las próximas frases le confirmaron la intuición: algunas
mujeres veían al niño de Celina mientras conversaban con el
hombre. Aquellas mujeres lo miraban a él y no a mí. Fue él
quien las atrajo y las engañó primero.
África no tenía la fibra maternal. No con los hombres, o no
que lo supiera. Recorrió lo que seguía bufando de
impaciencia, acalorada y curiosa a la vez: el hombre las
había engañado con las artimañas del niño. Eran amores
tardíos, como de lejana o legendaria perversidad.
—Perversidad —le comentó al espejo—. Lo que me palpitaba. En
buen berenjenal me he metido.
Líneas más lejos, resueltamente destacado por el
descifrador, aparecía un personaje nuevo al que el uruguayo
trastornado apodaba el socio. No un socio de negocios,
alguien a quien darle la mano, sino alguien de su propio
interior, que trabajaba a medias con él.
El resto, tapujos y más tapujos. Y siempre a propósito de
cañones, nunca de sucesos reales vividos por la gente.
Cuando Felisberto, según las marcas de Olé, decía denunciar
los secretos, seguía refiriéndose a cosas y no a personas.
Cuando agregaba no tenía necesidad de ir a buscar las
pruebas: éstas venían escondidas detrás de las sospechas
como bultos detrás de un paño, tampoco se trataba de ningún
delito con sangre de verdad.
—Denunciar, denunciar —masculló—, qué entraña de soplón. Y
todo por un sillón o una ventana que a él se le antojan
sospechosos. Éste parece haber nacido para toparse con una
espía. Sus interlocutores eran siempre el espejo, unido a
alguna segunda o tercera presencia que parecía hallarse a un
costado, acaso superpuesta a la fantasmagoría que figuraba
ser Felisberto. En todo caso, ella daba muestras de
encontrarla habitual. Se dirigía alternativamente a unos y a
otros, dicharachera y abundante.
Y si algún inesperado visitante la hubiera observado a sus
espaldas sin que ella lo viese, habría advertido que esa
mujer se excedía en sus gestos por pura soledad. Lo del
socio le anduvo rondando por un rato. Intentó recordar. ¿No
había una enfermedad que te partía por el eje, como si
fueras dos? Se quedó pensando. El nombre de la dolencia rara
se le escapaba de la mente. Sin embargo existía, era una
cosa seria, de médicos.
¿Y por casa? ¿A ella misma no le habría pasado nunca, esto
de dividirse por el medio para volverse un par? Resolvió que
no, por más que sus jefes, a cada instante, le trastrocaran
los papeles, la hicieran paracaidista, secretaria y ahora,
con Felisberto, mujer fatal. Ella también trabajaba a medias
con alguien; pero ese alguien no estaba en sus adentros. El
único socio que tenía no era un socio del alma. El único
socio que tenía era el servicio de inteligencia de la URSS.
El 13 de diciembre de 1947, una morena guapa se acercó a la
tribuna del Pen Club, en París, donde Jules Supervielle
acababa de presentar a su protegido, Felisberto Hernández, a
quien Roger Caillois había proclamado “el escritor más
original de América del Sur”. La morena llevaba un tailleur
de hombreras cuadradas, negro, ceñido a la cintura y con
sobrefalda
bordeada de piel. El ancho de los hombros, lo ajustado del
cinturón y el vuelo de la faldita la volvían reloj de arena.
Dos hileras de perlas le iluminaban el semblante verdoso, y
el sombrerito cónico y los zapatos de plataforma la hacían
alta. Supervielle la miró por el rabillo, aunque encaminando
hacia abajo la dirección del ojo. Por su elevada estatura,
los observaba a todos como subido a un banco.
Felisberto firmaba ejemplares con la cabeza gacha. La
actitud ponía de relieve su pelambre, rizosa y renegrida,
implantada en forma de ala de murciélago como la caperuza de
Fantomas. Ella observó su boca, mimosa, infantil. Al
sentirse observado, Felisberto alzó la vista.
Ya no volvió a bajarla. Se quedó sonriéndole a la tez
aceitunada, a los ojos morunos, al perfil aplastado como
testuz de vaca. Siempre lo había dicho, las mujeres se
inclinaban hacia él, solícitas, cuando tocaba el piano y
ahora, cuando firmaba libros. Nunca había necesitado
buscarlas, venían solas. Madres atraídas por su
desvalimiento.
—Ah, ¿viniste? —comprobó en un susurro.
Nadie lo oyó. Nadie sino ella. Susurraba para establecer con
la expansiva española que, como salida de una pieza de Lope
de Vega, lo abordó noches antes en un restaurante con gran
despliegue de ais y de ois (“disculpadme que os interrumpa
pero qué bonito castellano el que habláis, ¿de dónde sois
vosotros, de Venezuela?”; él la invitó al Pen Club; de
regreso al hotel, se pasó largo rato repitiendo “vosotros
habláis, vosotros sois”, tratando de destrabar la lengua que
tanta verborragia de otro tiempo le trabucaba) una
complicidad secreta y, de paso, para que dos mujeres
presentes en la sala, la una de punta en blanco y la otra,
tullida, no parasen la oreja.
*Extracto del libro ‘La muñeca rusa’, de Alicia Dujovne.
Alfaguara, 2009
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