De la soledad del entrenador de
fútbol se ha escrito. Pero nunca lo suficiente como para que
la gente sepa de verdad de qué modo un técnico ha de vivir
solo los innumerables problemas que acarrea el desempeño de
su trabajo.
Es cierto que los entrenadores, desde hace ya bastante años,
cuentan con varios ayudantes que se reparten la tarea y
comparten alegrías y sinsabores. Algo que actualmente no
solo sucede en Primera División y Segunda División A, sino
que también ganan de esa mejora muchos técnicos de Segunda
División B.
Nada que ver con lo que ocurría, por no irme más hacia
atrás, en los años setenta u ochenta del siglo pasado. Y, si
me apuran, hasta en los noventa. Donde el entrenador estaba
obligado, salvo en los grandes clubs, a servir para todo. Y,
por supuesto siempre andaba vendido.
Me explico: al no contar el entrenador con un equipo de
trabajo de confianza, amén de tener que multiplicarse en su
tarea hasta acabar exhausto casi siempre, tampoco gozaba de
la ayuda que suelen prestar los colaboradores si éstos son
cabales.
Tales desventajas hacían, indiscutiblemente, que el
entrenador sufriera de lo lindo. Porque se hallaba en todo
momento solo ante el peligro de verse zarandeado por unos y
otros como el viento zarandea a la flor del vilano. Y ni
siquiera los triunfos le evitaban ser criticado acerbamente
por haber tomado alguna decisión que gustaba poco a los
directivos, a la plantilla, a los aficionados, y qué decir
de la prensa.
Ante tales problemas, que no eran moco de pavo, el
entrenador tenía que echar mano de todos sus recursos.
Estaba obligado a pensar más rápido que los demás y sobre
todo a hacer de la intuición cultivada un arma
imprescindible para atenuar en la medida de lo posible los
graves inconvenientes que iban surgiendole durante la
temporada.
El entrenador, después de una victoria, y cuando la
expedición celebraba lo acontecido en el campo, ya pensaba
en los problemas que debería resolver en el próximo partido.
Y así una y otra vez. Y aun trataba de evitar los halagos
del delegado de turno porque bien sabía que se tornarían en
censuras en cuanto se produjera una derrota.
Yo conocí a muchos compañeros que no soportaban esa presión
y recurrían a los estímulos para poder sentarse en el
banquillo. Y cómo no, para no parecerse a Don Quintín el
amargao. Y más que aliviar la soledad lo que lograban es
aumentarla. La soledad de los entrenadores sigue en sus
trece. Si bien dulcificada por la mejora manifiesta que ha
habido en el fútbol en todos los aspectos y de la que ellos,
lógicamente, se están beneficiando.
Yo entiendo, por tanto, la soledad de Carlos Orúe
ante los malos resultados. Pero también entiendo que ese
sentirse sólo no le da derecho a hacer unas declaraciones
con las que ha puesto a todo el mundo en la picota. “En el
vestuario ha dicho que a lo mejor el que tenía que estar
aquí es Benigno y tres jugadores en su casa. Pero el
reglamento no te permite que los jugadores salgan. Creo que
si esta medida fuera posible se arreglarían más cosas”.
La primera es que él no habría vuelto a Ceuta como
entrenador. La soledad no debe trastornar el pensar bien. Es
axioma. Así que ello obliga a Orúe a plantearse su futuro
como técnico.
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