Es cierto que la costumbre hace
ley. Falso progreso tendremos si las cadenas del
sometimiento continúan aprisionando vidas humanas. Al menos
es un respiro para salir de las cavernas que, ahora la
Comisión de la Unión Europea, tome el propósito de adoptar
duras medidas contra la esclavitud moderna y el abuso sexual
a los niños. Los datos son escalofriantes. Aunque estos
delitos no conocen fronteras, el que Europa fije las normas
más altas y ambiciosas para combatirlos, nos parece un gran
avance, si luego, en verdad, se procesa a los delincuentes,
se protege a las víctimas y, lo que es más importante a mi
juicio, se actúa en la prevención.
Considero, pues, fundamental reconocer que la explotación
sexual, la prostitución y el tráfico de seres humanos son
actos de violencia contra las personas más débiles. No se
puede caer en la inercia del uno más. Cada vez que se
produce un hecho de este tipo, falla toda la sociedad, que
no hace justicia ante una grave violación de los derechos
humanos. Es un problema social. No cabe la indiferencia. La
víctima suele ser una persona destrozada psicológicamente
con pocas oportunidades para sobrevivir decentemente y
construir un futuro.
Pienso que es hora de condenar con firmeza, de decir
¡basta!, frente al aluvión de esclavitudes que nos rondan a
diario y frente a las diversas formas de violencia sexual.
En nombre del respeto de la persona tampoco podemos quedar
indiferentes y no denunciar el sustancioso negocio, la
difundida cultura hedonística y comercial que promueve la
explotación sistemática de la sexualidad, induciendo a
adolescentes, cada vez de más corta edad, a caer en los
ambientes de la compra venta y hacer un uso mercenario de su
cuerpo. En 2008 se detectaron más de mil sitios de Internet
comerciales y alrededor de quinientos no comerciales con
contenido de abusos infantiles. No se puede mirar para otro
lado.
Hace bien, pues, la Unión Europea en llamar al orden a la
sociedad europeísta y en pedir providencias liberadoras para
las víctimas, aplicando rígidas medidas para sus verdugos.
Al fin y al cabo, el ser humano, por su humana esencia,
jamás debe ser esclavo de nadie, tampoco de sí mismo. Es
deber de vida. Una vida que nos exige ir rompiendo cadenas.
|