AQUEL busto parlante de la segunda edición del telediario de
la primera cadena pública había dicho la palabra: “Belo
Horizonte”. No había lugar a dudas.
¿Qué probabilidades había de que aquello sucediese? Esa
noche de un mes de primeros de siglo trataba de hacer dos
cosas al tiempo: informarme de la actualidad y enfrascarme
en La guerra del fin del mundo, la inquietante novela de
Mario Vargas Llosa. ¡¿Cuáles eran las probabilidades de que
aquello ocurriese?!
Si cualquiera de las tareas que hice ese día me hubieran
resultado más fáciles o me hubieran retrasado, no se habría
dado. Si dos semanas antes, en lugar de decantarme por
Vargas Llosa, o por cualquier de sus otras novelas que
habitan en la gigantesca biblioteca de mi padre... tampoco
hubiese sucedido. El libro pesaba como medio kilo de unas
600 páginas, lo que equivale como a más de medillo millón de
palabras. Y precisamente entre todos los segundos que tiene
un día, un mes, un año; entre todas las cosas que podría
haber estado haciendo ese día, entre las nueve y las diez
menos cuarto de esa noche, durante unas décimas de segundo
leí: “Belo Horizonte”... y el busto parlante dijo: “Belo
Horizonte”.
Levanté como un resorte la cabeza y miré el televisor. El
presentador hablaba de un motín en una cárcel de Brasil...
en ¡BELO HORIZONTE! Si hubiese escogido ver cualquiera de
los otros telediarios o no hubiera estado en casa o el orden
de las noticias hubiera sido otro o el presentador se
hubiese trabado en algún momento leyendo el telepronter. O,
aún más, si el cabecilla del motín en la cárcel hubiese
decidido que el follón lo montaba al día siguiente... Y Belo
Horizonte tampoco es una palabra que se oiga a diario. Todo
había conjurado para que se produjese esa coincidencia cuyas
probabilidades tendían a cero: ¡a cero!
No creo que vuelva a vivir una coincidencia parecida, lo
cual me cabreó en su momento, porque... era intrascendente.
No cambiaba para nada las cosas. Uno espera que este tipo de
casualidades resulten como un terremoto en tu vida. Pero no
hubo nada de eso. Simplemente, había vivido un momento
mágico con una insoportable levedad en el orden del
Universo.
La de este fin de semana es una coincidencia mucho menos
improbable. David –aunque había nacido en Oviedo en 1975– y
yo crecimos en el mismo barrio, en el mismo portal, el 7,
del mismo edificido, el 17, de una calle de Santander,
General Dávila, que tenía más de cien números.
Recuerdo cuando volvió del kiosko con un kit de magia
llamado El mundo mágico de Tamariz. Nos burlamos de él
cuando dijo que, a partir de entonces, quería ser mago.
Sus primeras actuaciones las hizo detrás del portal número
uno, ante una quincena de chavales que no queríamos otra
cosa que echarle abajo el número descubriendo dónde estaba
el truco; aunque no lo viésemos. Así que aquello acababa
siempre como el Rosario de la Aurora.
En su página web dice que de niño era “inquieto”, pero yo os
aseguró que más que inquieto era gamberro. Todos éramos un
poco gamberros, pero él se llevaba la Palma de Oro del
Festival de los Gamberros. Hubo una época en que nos
dedicábamos a escoger cada día uno de los numerosos
edificios que por aquellos días de los años 90 se construían
en la zona; y siempre nos llevábamos algo de recuerdo,
aunque un pico y una pala no nos servía mucho para jugar.
Cada día que pasaba, David sentía más fascinación por el
mundo de la magia, así que pronto entró en el Círculo de
Ilusionistas de Cantabria. Las funciones detrás del portal 1
fueron mejorando.
Un día, su familia se mudo a Soto de la Marina, una
localidad cercana a Santander y le perdimos la pista.
La siguiente y última vez que volví a verlo ya éramos los
dos veinteañeros. Yo jugaba en un equipo en el torneo de
fútbol sala de las Fiestas del Colegio Salesianos, donde él
realizaba un número.
- No me acuerdo de eso -me dice en el camerino, un cuarto de
hora antes de que comience su actuación en la Sala Café
Club; y eso quiere decir que lleva demasiadas funciones como
para recordarlo.
Por ejemplo, en el año 2000 entró a trabajar en Universal
Studios Port Aventura, donde realizó durante más de 700
representaciones de El misterio de Yin Xu.
- ¿Cuando te marchas?
- Mañana tengo que estar en Cádiz.
- ¿Actúas?
- Sí... y luego -trata de recordar-, luego La Línea,
Algeciras y un sitio que creo que se llama Cabezas de San
Juan, o algo así.
- ¿Qué es, una actuación cada dos días?
- No. En esta gira –por el sur de España– tengo contratadas
actuaciones todos los días.
Debía ser el año 2003 cuando entreviste a dos ilusionistas
veteranos de Cantabria que habían ganado algún certamen
nacional. Les pregunté por David. “¡¿El Mago Murphy?!”,
dijeron casi al tiempo, “claro que le conocemos, fue
discípulo nuestro”.
“¿Y qué tal es?”, pregunté. “Es uno de los mejores
ilusionistas de España, de los pocos magos que pueden vivir
de esta profesión”.
Yo no lo sabía, porque nunca madrugo a las seis de la mañana
de un sábado, pero tres años atrás había entrado a formar
parte de Disney Channel, donde había conseguido su propio
espacio semanal en el programa Zona 7. Al año siguiente lo
fichó Antena 3 para Megatrix, donde estuvo tres temporadas
como mago y presentador. En 2005 repitió experiencia
televisiva en SQP y en 2006 formó parte del equipo de magos
de Shalakabula, presentado por Paz Padilla.
- La televisión quema mucho -dice.
- ¿No tienes nada ahora en tele?
- Hay algo que puede salir -y sonríe-.
Manuel, el Fleki, uno de los dueños de la Sala Café Club,
asoma por la puerta.
- Hay muchos niños -dice-, ¿quieres que les pongamos
sentados en pufs en primera fila?
- Si eso significa que podrá haber más adultos más cerca del
escenario, perfecto.
- Ok -se despide Manolo.
- Esto es lo que me pasa también por haber trabajado en
programas como Megatrix -sacude la cabeza.
- ¿Te han encasillado un poco, o qué?
- Sí. Realmente, hoy quería hacer un número de ilusionista,
pero tendré que cambiar un poco y hacerlo de mago.
- ¿Así que hay diferencia entre magia e ilusionismo?
- La primera acepción fue prestidigitador, que viene de
presti: habilidad; y digitador: dedos. Tío -dice
descuidadamente cambiando de tema-, la última vez que fui a
Santander la gente del barrio estaba igual, siguen haciendo
las mismas cosas. ¿Sabes? Hace una semana vino Javi a ver el
espectáculo que hice en Sevilla.
Javi era uno de los chavales del barrio que se mudó con su
familia a la capital andaluza, así que empiezo a pensar que
la coincidencia de verme en Ceuta tampoco debe ser tan
extraña para él.
- ¿Dónde vives ahora?
- En Madrid. He estado tres temporadas en el Teatro Gran Vía
con La Escuela de Magia.
- ¿Eso que era, docencia?
- No. Era un espectáculo bastante teatral en torno a la
magia, sobre una escuela y tal...
- ¿Aprovechando el tirón de Harry Potter?
- Puede ser.
- ¿Cómo fue lo del éxito de Harry Potter? ¿Ayudó al mundo de
la magia?
- Sí, los niños se interesaron mucho; y todavía lo hacen.
- Cinco minutos para comenzar -dice Manolo abriendo la
puerta mientras David se ajusta el micrófono.
- Te dejo sólo para que te concrentes -me despido-. ¡Mucha
mierda!
- Gracias, Rober.
Se apagan las luces y suena la música.
- Buenas tardes -dice David con gran seguridad de que serán
buenas-. Soy el Mago Murphy.
El resto es MAGIA.
|