Tengo un amigo que se llama
Salvador. Este amigo junto con otro que ya no está con
nosotros porque salió disparado hacia los cielos, Ängel
Reguera, y yo formábamos un equipo de pesca fenomenal. Eran
otros tiempos.
Salvador posee una embarcación estupenda, con cabina, motor
y timón, desde luego. Ängel también la tenía, de idéntico
modelo al de Salvador. Su viuda, Pepita, la mandó vender por
no poder mantenerla además de que no es muy aficionada a
recorrer los mares en tan frágil, según ella, embarcación.
Ángel Reguera era gallego, de Villagarcía de Arosa. Paisano
de otro que tampoco está con nosotros, Pepe Rubianes.
Este pasado fin de semana me había comprometido para
participar en la excursión que haría por mar, con Salvador y
otros dos, hasta el Delta del Ebro en busca de un banco de
lobarros. La gripe me aguó la fiesta de mala manera. Otra
vez será.
Hubo una época en la que solía acudir los fines de semanas
al puerto de L’Ampolla y embarcarme con Ängel unas veces y
con Salvador otras. Cuando lo hacíamos en una de las
embarcaciones los tres, solíamos llevarnos las botellas de
aire comprimido y demás material de submarinismo. Hacíamos
inmersiones memorables hasta que mi cuerpo dijo basta y tuve
que vender todo el equipo de submarinismo.
En una de esas inmersiones, Ángel me pidió que buscara
restos de una antigua embarcación suya que había naufragado
un tormentoso día en el golfo de Sant Jordi, al lado norte
del Delta. Sin más, nos lanzamos hacia el fondo marino, en
esa zona lo más profundo es de cuatro a cinco metros, con la
esperanza brillando como una linterna que nos guiara. Al
cabo de un rato vislumbramos unas peñas sesgadas rodedas de
vegetación submarina, dimos un rodeo cerca de ellas y de
pronto quedo paralizado. No es paralización de miedo ni nada
parecido, aunque la verdad es que no podía avanzar por mucho
que patalee con las aletas. Mi compañero se acerca y me
indica por señas que salgamos a la superficie. Le digo de la
misma manera que es imposible moverme y de pronto se queda
mirando por detrás mía.
No es que en el contorno del Delta del Ebro haya animales
marinos enormes. Ni siquiera marrajos. Ni mucho menos
barracudas. Lo que pasó aquel día memorable era que un
anzuelo perdido con su correspondiente sedal, bien atado a
causa de las revueltas de la marea en las peñas sesgadas, me
había atrapado por el hombro del traje de neopreno por lo
que me impedía desplazarme. El invisible hilo estaba ahí.
De ahí salto a Ceuta. Un día de verano, julio, con mi amigo
Ramón Aneiros vamos a pescar a Calamocarro, en la peña que
se extiende como un auténtico cabo. Frente por frente de la
zona donde está la casa de los Ferrer. El día es muy
ventolero y nos hace temer el fracaso de nuestra excursión.
Pese a ello subimos a la peña y avanzamos hacía la punta. El
Estrecho se muestra tal como es: bravo y arisco. El viento
sopla con fuerza y al acercarnos a un recodo de la cara
norte de la peña, un hombre de unos 60 y pico años, moreno,
vistiendo pantalón oscuro y un chaleco cerrado de rayas
quebradas grises, nos comenta que la pesca es nula mientras
fuma un cigarrillo cuya marca no se distingue. Dice que
lleva dos horas esperando un momento propicio.
Les damos las gracias y nos largamos a la parte sur de la
ciudad. En la playa del Chorrillo el viento sopla con menos
fuerzas y nos disponemos a pescar…
La noticia de la muerte de un pescador en la playa de
Calamocarro me ha producido una conmoción. ¿No será aquél
que nos advirtió de la nula pesca?... siempre recordaré a
otro amigo, también muerto cuando pescaba, pero de un ataque
cardíaco. Se cayó al mar rompiéndose la cabeza contra las
rocas. La medicina forense aclaró el caso y ya estaba muerto
cuando tocó la primera roca.
Ahora voy de pesca, pero menos.
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