Empresario y sindicalista quedaron
para hablar hace días en el despacho del primero. El
segundo, como es costumbre en él, retrasaba a propósito su
llegada, fijada a una hora concreta, debido a ese deseo
irrefrenable que tiene de darse importancia; deseo siempre
adobado por la mala educación que le caracteriza.
Entretanto, el empresario mataba el tiempo de la espera
contándole a su secretaria cómo habían sido sus relaciones
con el individuo que jugaba con la impuntualidad para
recordarle que seguía considerándole un don nadie.
Y, aunque semejante desprecio le hacía tiritar de ira, el
empresario procuraba por todos los medios mostrarse sereno y
disculpar al sindicalista ante la muchacha encargada de
recibirle cuando a éste le diera la gana de presentarse a la
cita. Tratando así de evitar, cómo no, el que ella pensara
que semejante demora era para humillar a su jefe.
Mira, Laura, el sindicalista es un gachó tan
vanidoso, tan engreído, y tan convencido de que puede mirar
a los demás por encima del hombro, que yo con mis
adulaciones le hago creer que es el más listo de esta ciudad
y, por tanto, el más influyente y el más temido por las
autoridades. Y así he conseguido siempre que termine
comiendo en mi mano.
Es verdad que hace ya bastantes años, cuando yo me dedicaba
al comercio, el sindicalista me tocaba los huevos –perdón,
Laura- por medio de panfletos y pintadas en las paredes de
mis negocios, cada dos por tres. Y cuando un buen día me dio
por meter las narices en el Ayuntamiento, para qué
decirte... Puesto que raro era el día en el cual no
intentara mofarse de mí y, sobre todo, no dejaba de hacer
burlas con mi manera de expresarme.
Pero sabes una cosa, Laura, que él no sabía que yo lo había
calado. Vamos, que me había dado cuenta de que era un gachó
que necesitaba darse importancia y, desde luego, sumarle a
su sueldo algún que otro aliciente. Y comencé a trabajarle
los bajos fondos con la esperanza de ganármelo para mi
causa.
Y todo ello, en contra de la opinión de quienes me ayudaban
en el proyecto que yo había puesto tanta fe. Sin embargo, en
vista de que en ese proyecto sólo se hacía lo que a mí me
salía de los cojones - ay, Laura, perdón, nuevamente-, mis
correligionarios se veían obligados a decir amén a cualquier
acuerdo al que yo llegara con el sindicalista.
-Es que a listo y a saber mandar, jefe, me va a permitir que
le diga que nadie, y mucho menos el sindicalista, le llega a
usted a la altura de los zapatos.
Gracias, Laurita, gracias; porque sé que tú me conoces la
mar de bien, admito tu halago. Porque enterada estás de lo
mucho que detesto que se me reconozcan mis cualidades, por
más que hacerlo sea un acto de justicia.
-Jefe, tampoco me negará que, de un tiempo a esta parte, ha
mejorado usted mucho su oratoria.
No. Ya que es un hecho evidente que ha sido así. Pero a lo
que iba, que con el sindicalista me fue siempre muy bien.
Todos los negocios que acordamos salieron a pedir de boca.
Por ello, Laura, te puedo asegurar que el que ahora traemos
entre manos va a ser todo un pelotazo. Por tal motivo, qué
más da que trate de hacerse el interesante y quiera hacerme
creer que sigo siendo un garbancero, llegando tarde a la
cita conmigo. ¿Lo entiendes, Laurita?
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