Educación y cortesía es la llave
que abre todas las puertas. Se lo puedo asegurar. No hay
cerrojo que se le resista, ni fronteras ni frentes que se le
crucen. Por ello, pienso que la verdadera unión de Europa ha
de ser más real cuanto más apueste por avanzar en la
sociedad humanista del conocimiento. Es cierto que la
política educativa europea es competencia de cada país, pero
hay que exigir el cumplimiento de unos objetivos comunes
para fortificar esa alianza auténtica. Europa no puede ser
un aparcelamiento de naciones movidas por un interés más
nacional que europeísta. El punto, para poder alejarse de
esta tentación, es la educación que se imparta y se traslade
a la ciudadanía. Algo fundamental. Lo que requiere ir más
allá de la mera financiación de los programas de estudios
para recuperar la tradición sapiencial de Europa, su
vocación humanística. Para empezar, tal vez deberíamos
valorar más la calidad humana de los docentes, esa sabiduría
inherente a la trayectoria, a la cátedra de la vida y de la
experiencia, para poder comprender el genuino significado de
una enseñaza formativa. Los saberes están en los libros. En
cambio, los valores humanos residen en las personas que los
transfieren con el ejemplo. Por desgracia, hay una multitud
de profesores especialistas que no encuentran sentido a lo
que saben. Ya me dirán cómo pueden transmitir a sus
discípulos lo que ellos mismos no entienden para sí.
En los últimos tiempos, mucho se habla de oportunidades de
educación y formación, propiciados por la Unión Europea a
través de programas de formación profesional, de movilidad
de estudiantes, de educación de adultos y de cooperación
entre los centros de enseñanza y el profesorado. A pesar de
tantos empeños, hasta ahora la cualificación formativa suele
ser nula, tanto para conseguir un trabajo como para
favorecer entendimientos entre unos y otros. Si acaso, lo
único que se ha generado son cuerpos de élite, endiosados,
elitistas a más no poder, especialistas en nada y mucho en
el orgullo humano y en vanagloriarse de haber llegado a la
cima. Un engreimiento que nos divide. Si de la rivalidad no
puede salir nada humano, de la vanidad tampoco nada noble,
por mucho que la Unión Europea vocifere lo de inculcar a los
jóvenes un mayor sentimiento de ciudadanía europea y
desarrollar su sentido de iniciativa, incluso a través del
Servicio Voluntario Europeo. En un mundo con problemas lo
que se precisa son gentes de pensamiento cultivados en la
ética de los derechos humanos. En cualquier caso, se
advierte cada vez más la urgencia de redescubrir y
actualizar a la luz de la crisis de la modernidad actual,
otras mimbres universitarias más humanizadoras en la
promoción de la cohesión social, en la reducción de las
desigualdades y en la elevación del nivel del conocimiento
más compartido y menos competitivo. Y en este sentido,
pienso que nunca es demasiado tarde para encender el sueño
de la educación con mayúsculas, aquel que nos enseñe a poder
compartir la tierra unos con otros. Con los sistemas
educativos actuales es un imposible. Una pena, porque
convertirse en un buen ciudadano europeo pasa por la
educación.
Actualmente se nos presenta el Plan Bolonia como el jarabe
que puede sanar los males. Se predican sus parabienes, el de
una universidad abierta y conectada con la sociedad, inmersa
en la misma esencia europeísta. Y se comenta que las
políticas de educación deben enfocarse a maximizar el
potencial de las personas en cuanto a su desarrollo personal
y su contribución a una sociedad sostenible, democrática y
basada en el conocimiento. Nunca es tarde si la dicha es
buena, dice el refranero. Pero también es verdad que nuestra
concepción de nosotros mismos y del cosmos, de la vida que
nos pertenece vivir a cada cual, sólo alcanza un punto de
clara sapiencia cuando estamos abiertos a los numerosos
caminos por los que la mente humana llega al mundo de las
ideas, del pensamiento, de la ciencia y del arte, de la
filosofía y de la teología. Nos hace falta ese aperturismo
para unificar convivencias y poder llevar un diálogo fecundo
más allá de los muros universitarios y de su colección de
libros, por muy ilustres que nos parezcan. No tiene sentido
que la universidad divorcie socialmente hasta convertirse en
una isla social, adormezca a la sociedad o la incapacite
para pensar.
El proceso de Bolonia podrá crear un espacio europeo de
educación superior de aquí a 2010, tal y como está previsto.
Pero debe dar un paso más que el mero reconocimiento mutuo
de ciclos de estudio, de cualificaciones equiparables y
normas de calidad uniformes, ahí radicará su éxito, si
contribuye a un cambio total de planes y sistemas educativos
capaces de abrirse a la amplitud de la razón para entrar en
el diálogo de las culturas. También está previsto crear un
Instituto Europeo de Innovación y Tecnología, que será un
nuevo centro paneuropeo de alto nivel en educación superior,
investigación e innovación. Podrá tratarse de un nuevo
modelo de colaboración entre universidades, organismos de
investigación, empresas, fundaciones y otras entidades; y
tener entre sus primeras prioridades el cambio climático,
las fuentes de energía renovables y la próxima generación de
tecnologías de la información y la comunicación; pero,
asimismo, habrán de considerarse en ese raciocinio las
cuestiones morales. Edificar una ética partiendo sólo de las
reglas de la evolución, de la psicología o de la sociología,
de la economía de mercado y del progreso basado en la
productividad, es una ordinariez de gnosis. Si en verdad
queremos una renovada universidad europeísta, que avive la
creación de cultura, sin obviar lo que ha de ser: fragua de
pensamientos, lo que hace falta es considerar otras visiones
que nos enraícen y nos refuercen la conciencia responsable
de ser parte libre de un todo que es la humanidad. En un
mundo, cada vez más tecnificado y dependiente de bases
económicas globalizadas, hay que librar al ser humano de la
experiencia de ser prisionero de una técnica que no le deja
ser él como persona y de una economía que nos envicia al
consumo. Esto también hay que enseñarlo en las
universidades. Universidades para el progreso, el bienestar
y la competitividad, sí, desde luego que sí; pero que ese
progreso nos humanice, que ese bienestar se reparta y que
esa competitividad no parta el corazón de los débiles.
Cuidado.
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